Aquellas tardes de domingo

Dejábamos la explanada del Colegio contentos, caminando de prisa, en grupos de cuatro o cinco alumnos, casi siempre los mismos. El paseo por la ciudad finalizaba en la Plaza de Santa María, con parada obligatoria en la pastelería que había en la calle Nueva, antes de llegar a la Plaza de Andalucía. Allí, con los ojos y la nariz pegados al escaparate, alimentábamos nuestra imaginación soñando con aquellas golosinas que nos deslumbraban, seductoras como una tentación, al otro lado del cristal. No es que fuéramos glotones en exceso, sino que nuestra digestión, ligera como una pluma, recorría ya el último tramo del camino.

Tras esta primera parada, nos dirigíamos al puesto de Paco bajo los porches de la Plaza, entrando a mano derecha. Fue el precursor del “Todo a Cien” y de los grandes almacenes. Su carrito era un modelo de trabajo bien hecho, compuesto por un expositor de madera y cristal, de unos dos metros de largo por uno de ancho, con multitud de compartimentos repletos de pipas, chicles, caramelos, cigarrillos sueltos, cerillas, mecheros, cromos de artistas, de animales y de futbolistas. Todo ello, envuelto en un aire simpático y rabiosamente madrileño, porque Paco era incondicional del Real Madrid.
Nos esperaba, como espera la lluvia el labrador, paciente y alegre, con su transistor a punto para informarnos de los resultados de los partidos de fútbol que se jugaban aquella tarde. Nosotros rodeábamos el carrito calculando, al tacto, qué podíamos comprar con aquellas dos o tres monedas que acariciábamos en los bolsillos por última vez.
Era gracioso y dicharachero. Según él, ni el Bilbao ni el Barcelona tenían aquel año nada que hacer. El Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento volvería a arrasar en la Liga y en la Copa, como todos los años. Algunos, con los dedos, le indicaban disimuladamente el número de cigarrillos que querían y él sabía perfectamente quién prefería Chester, Player´s, Bisonte o Tres Carabelas. A los pequeños nos hacía gracia el Reno, porque sabía a menta antes de encenderlo; luego a tos. Con los bolsillos llenos de pipas, continuábamos nuestro paseo esperando encontrarnos con algún grupo de muchachas del Colegio de las Carmelitas para decirles adiós y soñar con su sonrisa.
Bajábamos hasta la Plaza de Santa María, mordisqueando pipas, buscando un callejón discreto donde fumar tranquilos un cigarrillo rubio, entre dos o tres compañeros, y opinar, a continuación, sobre la calidad del tabaco. A veces, nos encontrábamos con algún profesor que paseaba por el Real cogido del brazo de su esposa, y verle convertido en marido o padre, sin tiza en los dedos o en las solapas de la chaqueta, nos hacía una gracia tremenda. En cambio, teníamos enorme respeto por los alumnos de cursos superiores, que podían ir a la sesión de cine de la tarde y ver películas de romanos o de indios como El Gran Jefe de Víctor Mature.
En la Plaza de Santa María permanecíamos alrededor de una hora, entretenidos con las palomas, echándoles pipas o correteando tras ellas, sin otro propósito que el de asustarlas y verlas remontar el vuelo. Luego, el inspector nos indicaba que había llegado la hora de volver y, lentamente, subíamos por el Real ‑como regresa la gente de una mala corrida de toros‑ cabizbajos y tristes, porque se terminaba el paseo y a primera hora del día siguiente teníamos examen de Matemáticas.
Cuando regresábamos, al pasar de nuevo por delante del carrito de Paco le preguntábamos por los resultados de la jornada. Él estaba feliz porque el Madrid casi siempre ganaba.
‑¿Y el Bilbao? ‑preguntaba alguno‑.
‑Ha empatado a dos con el Barcelona.
‑¿Y el Córdoba?
‑Le ha ganado al Málaga tres a cero
‑¡Bien, coño! ‑respondía Vargas, que tenía un primo con el carné de socio número doce mil; letra F.

 

De izquierda a derecha.
Sentados: Verdera, García, Rosso, Del Río, Cutiño, Peris, Morillas, Ruedas e Hidalgo.
En el centro: Ramírez, Correro, Almansa, Montes, Aranda, Valcárcel y Moreno.
De pie: Claverías, Muñoz, Vargas, González, Roa, Poza, Valenzuela, Cano, Lozano y Real.

 

Llegábamos al colegio hacia las siete de la tarde y nos dirigíamos al estudio sin demora. La Hora Social se iniciaba con unas explicaciones del inspector. Decía que lo importante no era lucirse sino actuar ante los compañeros, superar la timidez y contribuir a que la tarde fuera agradable y distraída. Para animarnos, contaba el chiste de un músico que se perdió en las fiestas de su pueblo y tras días de búsqueda lo encontró la Guardia Civil borracho y dormido dentro del trombón, llamado el “Pito Gordo”. También contaba otro de un músico que tocaba el violonchelo, que en su pueblo llamaban “Guitarrón”, y a quien seguía a todas partes una multitud, porque nadie se imaginaba cómo podría tocar un instrumento de aquel tamaño. Cuando le vieron colocarlo sobre el suelo y sujetarlo por la parte superior con la mano izquierda, todos exclamaron:
‑¡Aaasí, sííí!
La Hora Social comenzaba a veces con un concurso en el que uno o dos alumnos elaboraban un cuestionario acerca de asuntos de la vida del colegio y los demás debían responder a preguntas parecidas a éstas:
‑¿Cómo se llama de nombre el Padre Sánchez?
‑¿Cuántos botones tiene una sotana?
El que acertaba más preguntas ganaba un banderín, un rosario o una caja de lápices de colores. A continuación venían las actuaciones artísticas. Aún recordamos a Cano Chinchilla interpretando con la armónica “Los niños del Pireo”, a Fernando Serrano cantando “Volare”, los increíbles juegos de magia de Manuel Verdera que echaba agua en un cucurucho de papel y luego salía confeti. La gracia gaditana de Ignacio Rosso declamando los versos de “El Piyayo”:
“[…]
un viejecillo renegro, reseco y chicuelo;
la mirada de gallo
pendenciero
y hocico de raposo
tifioso…”,
y la versión inigualable de Pepe del Moral interpretando la “Melodía de Arrabal”, de Carlos Gardel:
“Barrio plateado por la Luna,
rumores de milonga
es toda tu fortuna.
Hay un fuelle que rezonga
en la cortada mistonga.
Mientras que una pebeta,
linda como una flor,
espera coqueta
bajo la quieta luz de un farol”.
Todos, hasta los menos habilidosos debían actuar. Cuando no sabíamos qué hacer, recurríamos a los “diez cañones por banda” para salvar el honor. Las actuaciones se cerraban siempre con los aplausos de un público entregado al arte de sus compañeros.
Uno de los números estrella era la puesta en escena de la poesía “El embargo” de Gabriel y Galán a cargo de Antonio García Sánchez, conocido como “El Mono”. Antonio era un muchacho de familia muy humilde, nacido en Las Graceas, en el término municipal de La Puerta de Segura.
En ocasiones, el rostro de los niños pobres refleja simpatía, ingenio, alegría y viveza. Estas características, unidas al sentimiento de generosidad que despiertan en los demás, suponen casi siempre una puerta abierta al éxito. No era el caso. Antonio tenía la boca y las orejas exageradamente grandes, frente estrecha, mandíbula superior muy pronunciada y baja estatura. Por si esto fuera poco, era obstinado y testarudo; sus enfados le duraban varios días. Había pasado dos años en el internado de Villanueva y se incorporó a Úbeda en aquel curso de 1958.
Cuando se hacía el silencio, Antonio comenzaba a desgranar con gran sentimiento cada verso, cada palabra. Para añadir realismo a la actuación, empuñaba una regla larga a modo de bastón, se calaba una boina y exageraba sus gestos de aldeano, provocando nuestras risas y comentarios.
“Señol jues, pasi usté más alanti
y que entrin tos esos.
No le dé a usté ansia
No le dé a usté mieo…
Si venís anteayel a afligila
Sos tumbo a la puerta. ¡Pero ya s´ha muerto!”.
Al llegar a este punto, daba un golpe en el suelo con el bastón, se quitaba la boina y se la llevaba a la cara como si quisiera ahogar un sollozo y ocultar el llanto. Así permanecía durante unos segundos. Nosotros nos tapábamos la boca con las manos y mirábamos al inspector que también hacía esfuerzos para evitar la carcajada. Mientras tanto, Antonio, sin tener en cuenta nuestras reacciones, seguía recitando versos y quebrando la voz, en ocasiones con extraordinario sentimiento, que llegaba a su punto álgido cuando decía:
“Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
porque aquí lo jinco
delanti usté mesmo.
Lleváisoslo todu
Todu menos eso,
que esas mantas tienin
suol de su cuerpo…
¡y me güelin, me güelin a ella
ca ves que las güelo!”.
Una gran ovación y los gritos de “¡Mono! ¡Mono!” ponían fin a la interpretación del muchacho, que volvía a su asiento con una tímida sonrisa, pensando que había declamado muy bien, pero que siempre le tocaba hacer el ridículo con aquellos versos.
¡Cómo nos divertíamos! Nuestros hijos, criados al calor del hogar, no podrán saber nunca la grandeza que para nosotros encierra el recuerdo de aquellas tardes de privaciones, esfuerzo y generosidad. Así se fraguó el carácter de multitud de muchachos en Las Escuelas de la Sagrada Familia. Muchos terminaron en Úbeda sus estudios; otros, marcharon a la Universidad para acometer carreras más importantes; y algunos, como Antonio, regresaron al campo, a las mañanas de escarcha, a las tardes de silencio y soledad, a las puestas de sol y al vuelo pausado del mochuelo entre los olivos.
Barcelona, 5 de marzo de 2006.
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