Don Fernando Cueto López. Un profesor de lujo

Severo de porte, escrupulosamente puntual, noble de carácter, soberbio de espíritu y profundamente religioso. Tenía el sosiego y la sabiduría del cántabro, exhibía una memoria prodigiosa y su sentido del humor era único y excepcional. Un día, en el comedor de profesores, cuando alguien, llamando su atención, intentó quitarle un largo cabello que “lucía” en la solapa de su americana, dijo con gravedad:

‑No por favor. Déjelo donde está. Hoy estudiaremos la guerra del Peloponeso.
Y a continuación enunciaba los territorios griegos que integraban la región, los tres puntos en los que estalló la guerra y los capitanes que destacaron en la misma, Pericles, Arquídamo, Calicátridas, Lisandro y Ciro el Joven. Así era Don Fernando Cueto, que no “cuento”, como él mismo solía decir.
A pesar de su aparente severidad, percibíamos que era un sabio lleno de afecto, interpretando a la perfección su papel de profesor un poco cascarrabias. Por esta razón, nos encantaba poner a prueba sus conocimientos, convencidos de que no conseguiríamos jamás ponerlo en un aprieto. Debía tener unos treinta y cinco años cuando le conocimos, aunque a nosotros nos parecía mucho mayor. Vestía traje gris, el mismo casi todo el año, camisa blanca o a rayas muy finas y corbata también gris. Nunca supimos la causa de que sus enormes pantalones le quedaran unos diez centímetros por encima del tobillo.
Un año, hubo de hacerse cargo de la asignatura de Geografía Universal del curso que nos precedía. Fue inolvidable. Los muchachos pasaron todo el año dibujando mapas, marcando ríos, cabos, golfos, ciudades, montañas, etc., país por país y continente por continente. ¡Todo de memoria! Y el que no tuviera habilidad para el dibujo, pues a practicar sin desmayo hasta que el mapa se pareciera a Europa o a Australia, según el caso. Para evitar que los alumnos llevasen ocultos los mapas dibujados y los “colaran” durante el examen, repartía, al comienzo, unos folios blancos con su firma en un ángulo del papel y a continuación dictaba el examen.
Pero como el ingenio siempre se impone y los alumnos suelen ser más pícaros que sus profesores, aquellos chicos pronto encontraron la solución a sus problemas, advirtiendo que era más fácil falsificar la firma de don Fernando, que aprender a situar y dibujar de memoria las islas de la Micronesia.
Desde entonces, los mapas se llevaban al examen con la firma de Don Fernando debidamente falsificada y en el momento oportuno las hojas en blanco se cambiaban por las que lucían el mapa del examen correctamente dibujado. Huelga decir que su autógrafo alcanzó mayor popularidad que el de cualquier otro personaje de la época, actores de Hollywood incluidos. Hasta nosotros, que no teníamos clase con él, éramos capaces de imitar su firma con absoluta precisión. Y estoy seguro de que, después de cuarenta años, Alonso Cano, Francisco Fernández, Julián Moreno, Manolito, Ruiz Codes, Pedro Tapia, Ángel Henares, Manolo Sierra, Fernando de la Paz, José Gil, Juan Herrera y el resto de compañeros de aquel curso serían capaces de reproducir, con exactitud meticulosa, la rúbrica de Don Fernando, porque yo lo soy. Hasta ahí llegaba la picaresca de aquellos alumnos de la Safa.
Tenía fama de piadoso, recto en cuestiones políticas y de derechas sin reservas, como todo el mundo en aquel tiempo, dígase lo que se diga. Desconozco la razón, pero en materia religiosa parecía excesivamente escrupuloso. De ahí, aquellos versos del romance de la Copa Davis:
“Por el pasillo venía
Justo en dirección contraria
Don Fernando Cueto López
Que, más que saltar, brincaba
Para evitar que sus pies
En un descuido pisaran
Las cruces blancas y negras
Que el pavimento formaba”.
No era partidario de confianzas excesivas y sí del respeto y la corrección en el lenguaje. Si alguno de nosotros se descolgaba con una impertinencia del estilo de la siguiente:
‑Don Fernando, dice este, que si el examen de latín será muy difícil.
Él corregía inmediatamente.
‑No se dice este, sino este compañero.
‑Don Fernando, pues yo me parece que no vamos a tener tiempo para preparar la materia.
Volvía a rectificar.
‑No se dice yo me parece sino a mí me parece”.
En una palabra, era un hombre ejemplar, metódico en extremo, al que le gustaba hacer las cosas de forma diferente según un sistema inalterable, y que además era capaz de soportar, con paciencia franciscana, nuestros absurdos interrogatorios.
 ‑Don Fernando: ¿Dónde está Córdoba en Argentina?
Y sin inmutarse, adivinando la malicia con que formulábamos la pregunta, contestaba:
‑¿A cuál de las treinta y nueve ciudades que tiene Argentina con este nombre te refieres?
Y todos reíamos felices y asombrados por la genial respuesta.
‑Don Fernando, ¿qué significa la palabra ecotoxicología?
‑¿La has buscado en el diccionario?
‑No señor.
‑Pues hazlo y, si no la encuentras, vuelve a preguntarme.
Un día, en clase de Historia Universal, un alumno con ganas de echar una cana al aire le preguntó:
‑Don Fernando, ¿qué significa la palabra pírrica?
Anticipándose a la respuesta, intervino Ruiz Vargas imitándole:
‑¿Has consultado la palabra en el diccionario? ¿No? Pues la consultas y, en caso de que no la encuentres, vuelve a preguntar.
Risas generalizadas por la intervención. Don Fernando nervioso, para evitar el festejo que se le venía encima, se limpió las gafas, miró al reloj, hizo un par de giros nerviosos con la cabeza y, por una vez, cambió de táctica y se dispuso a explicar con paciencia y lucimiento el significado:
‑Se usa esta palabra para expresar la victoria que causa mayor daño al vencedor que al vencido. Su origen se remonta al año 281 a.C., cuando los habitantes de Tarento, en lucha con los romanos, solicitan el auxilio de Pirro rey de Epiro, que acude en su ayuda venciendo en las batallas de Heraclea y Ausculum. Al año siguiente vuelve a auxiliar a los griegos de Sicilia en guerra con los cartagineses, a quienes venció también. Finalmente, derrotado en Benevento por los romanos, llevó su ejército a Esparta para ayudar a Cleónimo; pero al entrar en Argos, una mujer le arrojó una teja desde una ventana causándole la muerte.
El interés por el relato había devuelto el orden a la clase. Don Fernando estaba satisfecho por la atención que había despertado su explicación, pero Ruiz Vargas, decepcionado por el final de su broma, dijo en voz alta:
‑¡Pobre Pirro!
Carcajada general y explosión de Don Fernando:
 ‑Vargas, salga de clase inmediatamente y vaya a ver al Padre Navarrete.
Cuarenta años después, Ruiz Vargas recuerda el hecho perfectamente y un delicioso artículo suyo, editado en TANTEOS, tercera época, se titula: “RECUERDOS, EMOCIONES Y VICTORIAS PÍRRICAS”.
El pasado verano elegimos la provincia de Santander para hacer cura de soledad y naturaleza. Por la mañana, si lucía el sol, recorríamos los pueblos marineros de su costa infinita, San Vicente de la Barquera, Suances, Santoña, Laredo, Colindres…; pero si las crestas de la sierra se cubrían de nubes cántabras y cimarronas, visitábamos los valles, los bosques, las aldeas de siempre, ocultas entre flores, árboles y arroyos. Parajes a los que nadie concede la menor importancia, pero de una belleza extraordinaria porque los cuida Dios.
El último día visitamos la capital de la montaña que en los meses de verano se convierte en foco cultural de España. En un restaurante, en la zona del puerto, disfrutamos de un suculento marmitaco de bonito, por recomendación expresa del propietario. Junto a nosotros, Manuel Martín Ferrán y su familia, y en otro rincón un grupo de amigos con Alfonso Osorio, ministro de la Gobernación en tiempos de Adolfo Suárez. El dueño, que no intentaba ser amable ‑porque lo era‑, nos explicó que días antes coincidieron allí, José Saramago y Mario Vargas Llosa. Al día siguiente de nuestra visita, leímos en la prensa que, entre unos árboles, habían estallado dos artefactos en el Paseo Marítimo a unos metros del restaurante en cuestión. ¡Qué contraste!
No sabía que residía allí, pero nuestra visita a Santander hubiera sido absolutamente inolvidable, de haber podido dar un abrazo y recordar aquellos años de juventud con don Fernando Cueto López, aquel hombre al que le encantaba ser desconcertante y que disfrutaba cuando nos asombraba con sus estratagemas dialécticas. Para nosotros, sin duda, un auténtico lujo de profesor.
18-03-05.
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