Romance de la Copa Davis

Ahora que se va a jugar la final de dicha copa en Sevilla, recuerdo otra de hace cuarenta años.

Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando el examen se acerca,
cuando avisa el inspector,
cuando el suspenso amenaza,
cuando acecha la expulsión.

Era por mayo en la Safa,
cuando aquesto aconteció.
De Historia y de Geografía
don Fernando es profesor,
Prefecto es Navarrete
y el buen Bermudo, Rector,
y al padre Rafael Baena
le han asignado inspección.
Muchos años cuenta el pobre
para tan recia labor.

Y por mayo era, por mayo,
cuando una clara mañana
Enrique nos avisó,
de que jugaba Santana
partido de Copa Davis
entre Brasil y entre España.
 
Poco ha, los jesuitas
pusieron tele en la Safa,
mas los sufridos alumnos
sólo ven la Gran Parada.
 
Las últimas oraciones,
plegarias y acción de gracias,
por los dones recibidos
y tan saludables viandas,
le ponen fin al sustento
de tan inquieta mañana.
 
Garbanzos de primer plato,
seguidos de unas patatas,
han tomado los muchachos,
y para postre naranja.
 
Que, aunque viviendo en La Loma,
entre olivares y escarchas,
disfrutaban los placeres,
beneficios y bonanzas
de lo que después sería
la dieta mediterránea.
 
Que siempre fue saludable
el tomar ración liviana
para los que en el futuro,
y con vocación temprana,
consagrarán su existencia
a prédicas y enseñanzas.
 
Que la ausencia de manjares
y la abundancia de gracias,
siempre fueran principales
como alimento del alma.
 
Del comedor van saliendo,
en fila, como Dios manda,
los de séptimo y octavo,
del magisterio de Safa,
que el próximo mes de julio
marcharán hacia Granada,
a revalidar estudios
en la ciudad de la Alhambra.
 
El que el reto superare
muy buen maestro será,
mas al que le suspendieren
malos augurios tendrá.
 
Por el pasillo venía,
justo en dirección contraria,
don Fernando Cueto López
que, más que saltar, brincaba
para evitar que sus pies,
en un descuido, pisaran
las cruces blancas y negras
que el pavimento formaba.
 
Tras aquella airosa tropa,
tratando de domeñarla,
camina el padre Baena,
el de la vieja sotana,
el de cuello largo y seco,
el de nariz curvilarga,
preguntándose ¿por qué,
rezando cada mañana,
profesando la pobreza,
jamás derrochando nada,
por qué carajo le ponen
con sus venerables canas,
al mando de una cuadrilla
que sólo piensa en jaranas?
 
En los primeros lugares
de las filas, caminaba
Enriquito Sanmartín,
que en silencio barruntaba
cómo darle puerta al padre
para, sin frenos ni trabas,
presenciar el partidazo
que aquel día se jugaba.
 
Pues, aunque estaba prohibido
abandonar la explanada
y marcharse del recreo,
a todos come el deseo
de ver a Arilla y Santana.
 
Y allí estaban, en el patio
comentando la jugada,
y los ojos del buen padre
vigilantes los miraban.
—Yo me voy —dice Enriquito.
—Te pilla —le contestaban.
 
En esto que, desde un patio
con la expresión agitada,
con los rostros encendidos,
con las voces desgarradas,
unos chicos de primero
a un alumno acompañaban.
 
—Mire, padre, a Feliciano,
que le han dado una patada,
se le ha hinchado la rodilla
y la tiene amoratada.
Solícito acude el padre,
y al niño así consolaba:
—No te preocupes muchacho;
no llores; no ha sido nada.
Vamos a la enfermería
que unas vendas y pomada
te dejarán como nueva
la rodilla maltratada.
 
El niño, sin hacer caso,
más que llorar, berreaba.
—Vamos a la enfermería,
descansarás en la cama,
te cenarás un filete…
tomarás leche de vaca.
 
La letra de esta otra música
mucho al niño consolaba
y, apoyándose en el cura,
usando la pierna sana,
fueron a la enfermería.
 
¡Al fin solos nos dejaban!
 
—Enrique: ¡Que ya se han ido!
—Ya debe ganar Santana.
 
Sin inspección, ni custodia,
sin control, ni vigilancia,
con la máxima cautela,
con disimulo y con calma,
entre guiños y silencios,
marcharon hacia la sala.
 
Enrique enchufa la tele
y, tras unas cuantas rayas
y ajuste de sintonía,
salen… ¡Arilla y Santana!
 
Más muchachos van llegando.
Llenándose va la sala
fila a fila, silla a silla,
que ya asientos no quedaban.
En zona de privilegio,
la mejor, la más cercana,
frente a la televisión,
para no perder jugada,
se aposentaba Enriquito,
con Montes y con Almansa.
Tras él todos los demás:
Peris, Serrano, Ruiz Vargas,
Chamorrete, Valenzuela,
y, junto a Roa, Miguel Damas.
 
Un partido tan vibrante
a los chicos cautivaba,
y poco a poco aparecen,
como por arte de magia,
paquetes de Celtas cortos
y chisques de mecha larga;
que, a pesar de estar prohibido
fumar dentro de la sala,
hay que sofocar los nervios
que provocan las jugadas
de aquel partido de dobles
con Arilla y con Santana.
 
Prendidos por la emoción
que el encuentro provocaba,
fuman y fuman los chicos:
ya la niebla les cegaba.
 
Y ¡qué bueno era el partido!
¡Y qué bien juega Santana!
¡Con qué coraje volean!
¡Cómo a Brasil superaban!
La gente, llena de gozo,
les gritaba: —¡Viva España!
 
Y así el juego transcurría
tras un “drive”, un “passing-shot” …;
y cuando una duda había,
el locutor que decía:
—Esa bola… ¡Entró, entró!
 
Arriba, en la enfermería,
a Feliciano cuidaban:
sanado quedaba el niño
con vendas y con pomada.
 
Y volvió el padre de nuevo,
con expresión arrobada,
a inspeccionar a los chicos
que en la explanada dejara.
 
Y qué feliz se sentía
por la obra realizada.
¡Qué tarde tan luminosa!
¡Qué sublime el campo estaba!
 
Un viento tibio y suave
los trigos acariciaba.
Las copas de los olivos
la brisa balanceaba…
y las crestas de la sierra
de oro y bronce el sol doraba.
 
El partido proseguía.
Santana, seguro estaba,
y por ver, ya se veía
que Arilla también cumplía
y el partido se ganaba.
 
Mas, desde la enfermería
el cura que regresaba,
de los muchachos no oía
ni gritos ni algarabía
al pasar por la explanada.
 
Mientras esto sucedía,
media hora o más pasó;
y Cueto palidecía,
en clase de geografía,
consultando su reloj.
 
Y ante hora tan avanzada,
con honda preocupación,
porque los chicos no estaban,
se marcha hacia la explanada
en busca del inspector.
 
—¿Dónde los chicos están?
—¿Qué puedo decirle yo?
Y los dos se lamentaban,
pues la razón no encontraban
de tal desaparición.
 
—Escaparon, —dice el cura.
—Imposible, —el profesor.
—No conocen la mesura.
—Esto es otra travesura.
—¡La madre que los parió!
 
Al fondo de la explanada,
junto al camino florido,
donde el jilguero cantaba
cuando el céfiro soplaba,
unos gritos se han oído.
 
Asiéndose la barbilla,
extremando la atención
y sin soltar la perilla,
casi andando de puntillas,
caminan hacia el rumor.
 
Cuanto más se aproximaban
el cura y el profesor,
atónitos comprobaban
que la terrible escapada
fue hacia la televisión.
 
Cerca ya de la ventana,
oyeron al locutor
con claridad meridiana:
—Dos cero. Sirve Santana.
¡Era el colmo, el colofón!
 
Dirigiéndose a la sala,
con gesto cruel y feroz,
el cura no se amilana:
—¡Los mando a casa mañana!
¡Esto no tiene perdón!
 
Abre la puerta Baena;
tras él marcha don Fernando,
que enmudece ante la escena:
¡La sala de humo está llena!
y los muchachos… ¡Fumando!
 
—¡Vaya servicio de Arilla!
—se oye a Enriquito decir—.
¡Qué toque! ¡Qué maravilla!,
—mientras tira una colilla,
que da al cura en la nariz.
 
—¿Quién está fumando?, —brama
ciego de rabia y furor.
—Pues Arilla con Santana,
—Enrique ingenuo proclama
y apostilla— ¡maricón!
 
¡El delirio, la algazara!
Entre risa y desespero,
y ocultándose la cara,
los chicos dejan la sala
y al padre con gesto fiero.
 
Sorprendido don Fernando
y sobrecogido el cura,
ambos se están preguntando:
—¿Quién ha sido el caradura?
 
El caso quedó muy claro
en posteriores jornadas.
El cura dijo “fumando”,
Enrique entendió “jugando”
y aquello fue la “caraba”.
 
Entre los hechos vividos;
-alegrías, burlas, penas-
ninguno tan divertido
como el del padre Baena.
 
01-12-04.
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