Nuestro colegio, monumento de interés cultural

Creo yo que deberíamos solicitar del Excmo. Ayuntamiento de Úbeda que el Colegio ‑nuestro colegio‑ fuera declarado Monumento de Interés Cultural. En sus interminables pasillos deberían lucir las fotografías de aquellos profesores que dejaron tras ellos un testimonio de generosidad y entrega tan singular. Allí deberían estar en lugar de privilegio y a gran tamaño el padre Rafael Villoslada, don Isaac Melgosa, don Jesús María Burgos, don Lisardo Torres, don Juan Pasquau, el padre Jesús Mendoza y tantos otros que, como ellos, dedicaron su vida a la educación de unos muchachos que, sin su ayuda, no hubieran pasado de ser ‑dicho sea con absoluto respeto­‑ unos simples trabajadores de aquel campo andaluz sediento de cultura.

¿Cuántos miles de alumnos han pasado por aquellos pupitres, fríos como una mañana de enero? ¿Cuántas horas de Matemáticas, de Literatura, de Filosofía o de Religión se han impartido en sus aulas? ¿Cuántas plegarias? ¿Cuántos ramos de flores a los pies de la Virgen? ¿Cuántos sueños? ¿Cuántos ideales de juventud se han forjado entre sus muros? ¿Para cuándo un estudio profundo de la labor que en aquellos años se llevó a cabo y que hoy continúa?
Por los campos del Colegio ‑nuestro colegio‑ corrieron en pantalón corto, con los pies empapados y llenos de barro, poetas como Michel del Castillo, Muñoz Molina y Manuel Jurado. La Institución, haciendo gala de una inexplicable humildad, difícil de entender, no ha intentado nunca capitalizar esos talentos. ¿Por qué? Las Escuelas de la Sagrada Familia son un monumento vivo a la educación, al trabajo, a la honradez y a la cultura. Allí se formaron muchachos que más tarde ‑en la escuela, en el instituto y en la universidad‑ han formado a otros para que la semilla siguiera dando fruto en una cadena interminable de honradez y espíritu de servicio.
Las mañanas de primavera, muy temprano y en pantalón de deporte, salíamos hacia los campos de juego corriendo, a paso ligero o desfilando al ritmo que marcaba el silbato del inspector. Más tarde, la misa. Era final de curso y el miedo al suspenso y a la expulsión acrecentaban la fe y la profundidad de nuestras plegarias. La primera clase, con don Diego Fernández. Lo esperábamos en pie y en silencio. Rezábamos con la cabeza baja y nos sentábamos sin hacer ruido apenas. Luego, la lección de Química o de Matemáticas. Pocos preguntaban ‑si acaso los más listos‑; el resto disimulábamos en silencio nuestra ignorancia. Luego, quizás don Isaac Melgosa, vivo, listo y expresivo, siempre educador, nos hablaba de Heráclito de Abdera o del gran Parménides.
A primera hora de la tarde, Preceptiva Literaria, don Jesús María Burgos, transmitiendo el tesoro inestimable de su alma de poeta. Con su traje negro y sus enormes bolsillos, en donde guardaba alguna cosilla para matar el hambre de los alumnos más voraces. El Bosque Animado, La Odisea, Rubén Darío, Zorrilla, las fichas, Márquez al canto y al negocio. La sonrisa irónica del maestro al oírnos declamar “Ya viene el cortejo”. Después, la merienda. Dos alumnos con una gran bandeja de madera, llena de tortas de aceite, ante una larga fila de alumnos que esperaban con impaciencia sacar el estómago de penas.
Entretanto, el bullicio de las competiciones deportivas. En el campo de la Primera División, partido de fútbol. En una portería Moreno Cortés, en la otra Jesús Ferrer. En los equipos, Blas Velasco, Manuel Ballesta, Antonio Lara, Fernández Arévalo, Juan Cabrerizo… Desde la grada, Pablo Utrera, Gregorio Alfaro, Pertíñez y otros compañeros seguían atentamente las evoluciones de los jugadores. En un rincón, los jardineros González Zenni, Manuel Cubero, Angel García y Cuadros Montes, llevando palas y espuertas de aquí para allá, preparando el foso de salto de longitud con arena fina y aserrín. En otros campos, los pequeños de entonces, Martos corriendo la banda en un partido de balonmano, Paco Fernández, fuerte y poderoso, dominando la red en balonvolea, Pedro Moreno, Chamorro, Cano Chinchilla, Serrano y Jiménez Peris en el campo de la Tercera. Más allá el grupo de atletismo, con Maldonado, Cano Garrido, Pedro Tapia, Martínez López, Ruiz Codes e Ignacio Rosso rodeados de chicos que contemplaban asombrados la dificultad de los ejercicios, los saltos y las piruetas.
A última hora, la ofrenda y los cantos a la Virgen, “De nuevo aquí nos tienes, purísima doncella, más que la luna bella postrados a tus pies…”. El padre Mendoza, navegando con su palabra hasta el fondo del mar de nuestras almas. ¿Cuánto pagaríamos hoy por un CD con aquellas canciones del colegio? ¿Por qué no surge un grupo que recupere aquel testimonio de arte, de sentimiento y de cultura?
Después de la cena, volvíamos al estudio, a ensayar una obra de teatro, Berzosa a la palestra; a pulir alguna estrofa de las canciones de moda que interpretaba “El Conjunto Safa” de Manuel Gordillo, Valenzuela, Ruiz Vargas y alguno más; a redactar los artículos de TANTEOS y ultimar las ilustraciones de la revista. Allí estaba, de nuevo, Miguel Cano y su equipo, entre cartulinas de colores, reglas, plumillas y tinteros de tinta china. Luego, a las camarillas, en silencio y de puntillas, para no despertar a los compañeros que dormían, desde hacía ya bastante rato. Sólo en esas pocas horas, se hacía la paz en aquel hervidero de muchachos que iban y venían, por pasillos y clases en constante ajetreo, como las abejas en una colmena.
Al día siguiente, de nuevo a clase con don Doroteo Ocaña, don Luis Becerra, don Fernando Cueto, don Jesús Moraleda o los curillas de turno. Y así, poco a poco, nos íbamos empapando de educación y de cultura. Los domingos por la mañana, la iglesia se llenaba de luz, de flores y canciones, bellas y profundas, que nacían de corazones encendidos de amor y juventud. En el coro, junto a don Isaac, Antonio Sánchez Montoya, la joya de los bajos; al órgano, el maestro Vicente Colomina.
Por todo eso, hay que solicitar que el Colegio ‑nuestro colegio‑ sea declarado, cuanto antes, Monumento de Interés Cultural. Porque a pesar de sus pequeñas miserias y aquellas enojosas expulsiones, entre sus muros, de apariencia fría, brotaron con fuerza singular muchachos excepcionales que permanentemente han llevado el amor y el servicio a los demás en sus corazones. Que han dedicado su vida a transmitir el mensaje de trabajo, generosidad y sublime idealismo que recibieron de sus maestros.
Ahí están los escritos que después de cuarenta años van llegando a nuestra página web que son historia viva y reciente de Las Escuelas. Alumnos como José del Moral, Francisco Orellana y Manuel Verdera, que, aunque no terminaron en el Colegio sus estudios, están unidos a nosotros por el sentimiento de tantos años. Otros como Diego Rodríguez ‑así se llamaba el hijo del Cid‑, Enrique Hinojosa, Mariano Valcárcel, Paco Barbero y Antonio Pedrajas que son manantiales de ingenio, de curiosidad intelectual y de independencia de criterio. José Jesús Aranda, alumno de profesionales que ya es uno más de nuestra Asociación. Por todo ello, solicito que en los interminables pasillos del Colegio, luzcan en gran tamaño las fotografías de aquellos maestros excepcionales junto a las nuestras. Ellos y nosotros somos la estructura sólida y firme de ese monumento de interés cultural que es el Colegio de la Sagrada Familia de Úbeda. Nuestro colegio.
Barcelona, 10 de mayo de 2006.
(64 lecturas).

Deja una respuesta