Quédate con nosotros

29-05-06.
La sensibilidad de las personas es diversa y de difícil valoración. ¿Por qué Jesús María Burgos es tan cariñoso o tan exigente? ¿Por qué nos pide tanto o nos da tanto? ¿Por qué nos sentimos tan próximos a él o tan distantes?
Nuestra presencia en su ceremonia mortuoria me ha servido para contrastar esta doble perspectiva: la de los que lo quieren con gran intensidad y la de los que “pasan” de él, con normal comportamiento.

No estuvieron en su entierro íntimos conocidos, pero sí numerosos allegados. Unos, por razones físicas; otros por razones psíquicas; otros, marcados por la indiferencia.
Pero los que estuvieron en esa hora mágica, se emocionaron con la detallada exposición que de su último comportamiento hizo el Padre Provincial de los Salesianos de León: “Habló con todos y cada uno de sus compañeros, tranquila y sentidamente, cuando sabía que estaba en su última circunstancia. A todos, uno a uno, les dedicó emocionadas palabras, trascendentes y afectuosas. No perdió el control emotivo: no se hundió psíquicamente. Al contrario: dio ánimo y valoró la situación psicológica de todos y cada uno de sus compañeros de residencia”.
Se retiró a su dormitorio, acompañado por la atenta enfermera quien, a las seis de la mañana, descubrió que había muerto.
Había dejado una lista de familiares, amigos y allegados a quienes había que avisar de su fallecimiento. El director de la residencia cumplió dicho requisito, que Jesús María había condicionado, pensando en quienes bien le querían. Pero puso otros cumplimientos. Nada de flores, nada de ostentación, nada de exuberancia: él quería ser enterrado en la más íntima escasez; en la discreta pobreza del hombre que no tiene nada.

Así se hizo. La iglesia, gótica ancestral, estaba llena de familiares, conocidos y allegados. Todos silenciosos, atentos, emocionados, siguiendo la ceremonia religiosa del último adiós.
Durante la comunión, los antiguos alumnos de Úbeda y de Valladolid le dedicamos sendas canciones. La nuestra, pedida por él en su día, fue la que nos enseñó don Isaac y que cantábamos con frecuencia en las misas de nuestra adolescencia:
Quédate con nosotros, tus hijos,
¡oh, divino Jesús!
Te decimos lo mismo que un día
los dos de Emaús…
La emoción y el silencio eran absolutos. Manolo Ballesta no pudo contener las lágrimas por momentos. Paco Herrera rezaba calladamente. Juan Cabrerizo nos dirigió el canto con entusiasmo. Pepe del Moral y su primogénito nos acompañaban en nuestro amor. Alfredo Rodríguez Tébar nos rodeaba con su intensa discreción.
Tras nuestro canto, una grabación musical de sus antiguos alumnos vallisoletanos, con voces y sonidos instrumentales vívidos.
Al salir, en la puerta de la iglesia, otros dos antiguos alumnos interpretaron una folclórica melodía, con dulzaina y tambor, recordando aquellos tiempos y circunstancias de sus vidas.

 

 

 

Lo acompañamos a la fosa humilde y discreta del cementerio, situado en una pequeña loma despejada de la meseta castellana, junto a su pueblo, desde la que se divisan los extensos campos castellanos, donde él trabajó en su infancia y juventud. Allí lo dejamos, envuelto en aires de largueza.
Tras la ceremonia, nos dimos a conocer unos y otros, hablamos, propusimos, nos despedimos y tomamos el camino de regreso, tintado con sensaciones de eternidad.
Aunque Jesús está en el cielo, a nosotros nos sigue atando y por eso le pedimos, convencidos de su valía, que se quede con nosotros.

 

 

 

 
 

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