A veces, al volver a casa, tengo la sensación de que en un semáforo, en la calle, o en el pasillo del parking, encontraré de nuevo al padre Pérez, con su carpeta bajo el brazo, el bonete calado hasta las orejas y el gesto firme y decidido, que viene de nuevo a leernos aquellas notas que tanto nos hacían sufrir.
Solemnemente, en presencia de todos los compañeros y profesores, cada quince días, tenía lugar la lectura de nuestras calificaciones. Textualmente, se evaluaban: Deberes Religiosos, Conducta General, Aplicación y Urbanidad.
A continuación las asignaturas propiamente dichas: Religión, Matemáticas, Gramática, Geografía e Historia, Lectura, Escritura y Ciencias.
Para algunos alumnos, el acto se convertía en un juicio público en el que salían a relucir de forma vejatoria y humillante, casi siempre, una a una, todas nuestras debilidades y flaquezas. Si no fuera por el terrible miedo que soportábamos, podría decirse que era como un programa de Ana Rosa Quintana con Belén Esteban y Raquel Bollo —¡el apellido se las trae!— como figuras estelares.
Decir una palabra en tiempo de silencio, llevar la camisa fuera del pantalón o tirar un papel al suelo, además del castigo y la bronca monumental, acarreaba la pública e inmisericorde expiación de la culpa. Cada fallo, cada distracción, cada desliz era cuidadosamente anotado en una pequeña libreta de pastas negras, por nuestro inspector. Pocos detalles se escapaban a la vigilancia obsesiva y enfermiza de Don Rogelio.
Según la naturaleza de la falta, la sanción llevaba aparejada la inmediata reparación del daño causado. Así, dejar en el plato un par de “garbanzos rellenos” suponía la obligación de engullirlos inmediatamente entre náuseas y arcadas, rodeados del corro de compañeros impacientes por ver qué llegaba primero si el vómito o la bofetada.
Alberto era un muchacho fuerte, noble y callado, de mirada franca y generosa que, debido a la extrema pobreza de su familia, compartía internado con nosotros aunque era natural de Villanueva.
Hace unos meses, debía asistir a una reunión en el Paseo de Gracia a las once de la mañana. Justo en el momento de salir del despacho sonó el teléfono y me entretuve unos minutos. No tuve más remedio que tomar un taxi que, afortunadamente, cruzaba en ese momento. Observé que junto al asiento del conductor había un exagerado número de paquetes de Kleenex.
Con mi mejor tono de voz y amabilidad extrema, expliqué al taxista que llegaba tarde y le rogué que intentara llegar a las once a destino, sin arriesgar nuestras vidas, por supuesto. No me contestó, pero sin duda le puse muy nervioso. Si se cerraba un semáforo, se acordaba del alcalde; si un coche se paraba, rozaba el infarto; las motos le enardecían y los peatones le ponían frenético.
Con el fin de aliviar la tensión pregunté.
—¿Usted de dónde es?
—De Jaén —contestó.
—¡Qué casualidad! Yo también. ¿De Jaén capital? —seguí preguntando.
—No. De Villanueva del Arzobispo —respondió seco.
—¡Hombre! Yo estudié en un internado de jesuitas que había allí.
—Y yo.
—¿Cómo te llamas? —pregunté con enorme emoción y curiosidad.
—Alberto, —contestó. Lo miré fijamente… y saltó la chispa.
—¡Alberto, que soy Dionisio! —casi grité.
—¡Joder, cómo has cambiado! —me dijo.
Ya sin nervios, con la misma cachaza con que le recordaba, hablamos del presente y del pasado, especialmente de aquellos años inolvidables y de la lectura de notas del Colegio.
Me contó que, siendo un niño casi, hubo de venir a Cataluña con su familia. Desde entonces, nunca ha dejado de trabajar. Vive en Badalona y tiene dos hijos. La mayor es médico y el chico, taxista como Alberto.
A la reunión llegué tarde y hube de soportar el mudo rapapolvo de las caras largas. ¡Pues vale! —que en latín significaba salud y bienestar para todos, y en castellano, pues… eso que estáis pensando—.
Volví al despacho caminando, sin prisa, recordando nuestros años de internado, aquellos uniformes de pana vieja y deslucida y la lectura de notas. De pronto no pude evitar la sonrisa. Me vino a la memoria la falta de Alberto jugando en el patio del colegio y el castigo que hubo de soportar.
Una tarde, después de una carrera y varios driblings, Alberto consiguió que su equipo se alzara con el triunfo después de arrebatar a los rivales la Bandera —así se llamaba el juego— y llevarla a su campo tras burlar la vigilancia de los contrarios. Tendría entonces unos diez años. Cansado y satisfecho por el triunfo, se sonó la nariz tal y como hoy hacen nuestros futbolistas, Kluivert especialmente. Es decir, taponando con el dedo índice el conducto nasal derecho y soplando con energía para desatrancar el izquierdo, y repitiendo, a continuación, la acción con el dedo y canal contrarios. El muchacho debía estar bastante resfriado a juzgar por la copiosidad del flujo proyectado.
En ese instante sonó el silbato de don Rogelio. Silencio absoluto.
—Alberto. ¿Qué forma es esa de sonarse la nariz?
—Es que no tengo pañuelo, Don Rogelio.
—Castigado en un rincón hasta nueva orden —fue la respuesta.
Sólo unos días antes, la charla sobre urbanidad había tratado de cómo debíamos sonarnos la nariz correctamente. Más que una conferencia fue un tratado: el pañuelo, nos decía el Padre, debíamos llevarlo siempre limpio e impecable. El hecho de sonarse la nariz debía realizarse con discreción y sin ruidos desagradables. Tampoco debíamos mirar con curiosidad, la carga depositada, sino desviar la vista juiciosamente hacia otro lado. La forma de doblar el pañuelo y guardarlo en el bolsillo no se dejaba al azar. Debía efectuarse de forma que a la hora de volver a usarlo no estuviera pegajoso para evitar esfuerzos y tirones. Limpiarse la nariz con los dedos y sacudirlos o utilizar la manga de la camisa a tal efecto era especialmente grosero y reprobable.
Terminada la exposición, el Padre nos preguntaba acerca de las reglas explicadas y salía del estudio feliz por nuestras respuestas.
El día de la lectura de notas, al oír su nombre, Alberto se puso en pie y bajó la cabeza con gesto de humildad extrema. El estudio permanecía en riguroso silencio. Sus enormes ojos expresaban una tristeza profunda y dolorosa.
El resto de compañeros escondíamos la cabeza entre los brazos y el tablero del pupitre.
—Conducta General, 3. Por limpiarse la nariz con los dedos y no tener pañuelo.
Alberto rompió a llorar. En la sala, sólo se oía la recia voz del Padre y los suspiros desconsolados del compañero.
Sin conmoverse por las lágrimas del muchacho, continuó el sacerdote:
—Para que no te olvides de llevar pañuelo, desde ahora, durante todo el día, llevarás uno anudado a la cabeza para que sirva de ejemplo general.
No pude evitar la sonrisa recordando aquella imagen anacrónica de un niño en filas, en clase o en el patio, con un pañuelo sucio en la cabeza y cuatro nudos, no para protegerse del sol, sino como recurso mnemotécnico de sus educadores que, a juzgar por esta presencia de Kleenex en el taxi, había sido eficaz en grado sumo.
Qué pena que Kluibert, Ronaldo, Roberto Carlos o Zidane no se educaran en la Safa. El buen gusto y nuestros estómagos estarían a salvo.
Barcelona, noviembre de 2003.
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