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Llegó a la Safa al final de los años cincuenta, procedente de la Universidad de Comillas. Inexplicablemente, al final del sesenta y dos dejaba Úbeda por prescripción de la dirección del Centro. En esos pocos años se ganó el afecto y la admiración de sus alumnos y de los pequeños que soñaban con llegar a la Segunda División para conocerle de cerca y vivir aquel mundo de libertad y actividad, producto de su inagotable imaginación. Creo que no hay parcialidad alguna en el comentario y que, en el tiempo que dedicó a las Escuelas, caló en nosotros mucho más hondo que la mayoría de los profesores con quienes coincidió. La prueba irrefutable es el increíble poder de convocatoria que, después de cuarenta años, mantiene entre los que le conocimos. Toda la comprensión que hubo para otras personas menos preparadas se le negó, repito, inexplicablemente. Sus acampadas serán inolvidables para los que tuvimos la suerte de vivirlas; sus viajes en auto-stop envidiados para los que no le pudimos acompañar y las obras de teatro que organizaba, después de tantos años, siguen vivas en nuestra memoria. Recuerdo como si fuera ayer la representación de Escuadra hacia la muerte en el Ideal Cinema.
Toda la ciudad estallaba de luz aquella mañana de domingo en primavera. Tras la Misa y el frugal desayuno, un grupo de muchachos cargados con bolsas, maletas y cachivaches, dejaba atrás la gran verja de hierro del colegio, camino del teatro. Nada se dejaba al azar. Viejos uniformes, cascos militares, algún machete y el resto de utensilios del vestuario: pegamento líquido para los bigotes postizos, corchos, cerillas, crema para reproducir las cicatrices, etcétera.
Alegres, en animada charla, sin complejos ni miramientos, cruzaron la Plaza del General Saro, hoy Plaza de Andalucía.
A continuación el espectáculo incomparable de palacios encadenados, que es el Real. Poca gente en la calle, alguna viejecita vestida de negro, con su velo y su misal, camino de la iglesia de Santa María, y el vuelo del vencejo en los tejados.
Desde días antes, la gente se embelesaba ante el escaparate de la perfumería Maru admirando el “poster” de Miguel Cano, verdadera obra de arte, que anunciaba la representación de Escuadra hacia la muerte de Alfonso Sastre.
A las once de la mañana, el teatro estaba lleno de un público joven y bullanguero que, con los ojos clavados en el enorme telón rojo, aplaudía, gritaba y pateaba reclamando el inicio de la obra. De una parte, las niñas, luciendo garbo y gracia como un remolino de flores, en el patio de butacas. De otra, los chicos de Úbeda, que celosos de la popularidad de los actores intentaban impedir que la representación discurriera por sus cauces normales. Aquello era un auténtico guirigay. Cada vez que el telón se entreabría discretamente, para comprobar la asistencia, una oleada de pitos, de aullidos y de aplausos irrumpía en la sala. Risas, chillidos, gritos… en fin, el desmadre.
Al comienzo del libro tercero de sus Confesiones, nos dice San Agustín que, en su juventud, también él era un entusiasta de los espectáculos teatrales. Sólo unas líneas más adelante, recomienda que aquellos que no se conmuevan con los sentimientos que se representan en el escenario deben marcharse inmediatamente del teatro y permitir que el resto disfrute del espectáculo y aplauda al autor. Aquel público, sin duda, no conocía la doctrina del santo.
Al fin dio comienzo la representación. En las primeras filas, profesores, alumnos y algún que otro sacerdote. José Luis Vilaplana, el compañero más distinguido de todos los tiempos de la Safa, siempre elegante, siempre señor, junto a una rubia bellísima, prestaba más atención a los encantos de la mocetona que a los textos de la obra. Cerca de él, don Florentín, un maestro pequeño atildado y entrañable, con bigotito recortado y gruesas gafas de concha, esperaba sentado junto a su esposa. Ambos atentos e impecables. El resto, lo dicho, juventud delirante y alborotadora.
La representación fue un éxito completo a pesar del público asistente que, dicho sea de paso, aquella mañana no fue excesivamente respetable.
Terminada la función, mientras cambiaban los viejos uniformes militares por su ropa de calle, los muchachos comentaban, nerviosos aún, los detalles de la actuación.
Parte del público, seguía vociferando a la espera de que los actores saludaran una vez más. Entre bastidores, don Jesús felicitaba a los chicos serio y preocupado por el griterío.
Márquez calculaba el importe de la recaudación. Luis Martínez, con una toalla húmeda, ante el espejo, se limpiaba la barba conseguida con el corcho quemado. Los menos habladores, Manolo Martos y José María Berzosa, devolvían a las maletas los cachivaches utilizados.
Finalmente Gordillo preguntó:
—¿Habéis oído a Don Florentín?
—¿A qué te refieres?
—Pues que al final del primer acto, se ha dirigido a los que gritaban, diciendo a voces: “Sois unos gamberros, iletrados y mierdosos”.
Textual.
Don Jesús esbozó una sonrisa casi imperceptible.
De aquella Escuadra hacia la muerte, sólo Berzosa, tras su estancia en Madrid, volvió a buscar la caricia suave de la ciudad de Úbeda. Allí vive entre libros y recuerdos, viendo cómo la primavera cada año se rompe en luces y colores en los jardines y paseos, y esperando nuestra visita cada mes de septiembre.
Úbeda es juventud, arte y sentimiento. El tiempo ha quedado quieto y mudo entre sus calles y sus piedras centenarias. Cuando vuelves, la gente te saluda como si te hubiera visto el día de antes.
—“Chache”, qué bien estás. Y te dan un abrazo, y parece que no hayan pasado cuarenta años desde la última vez: allí no existe la prisa ni el estrés.
El pasado septiembre, tuvimos el placer de saborear la presencia y la palabra de don Jesús una vez más; pero… ¿qué ha sido de don Florentín, aquel maestro valiente, pequeño y entrañable que conocía perfectamente la doctrina de San Agustín respecto a las obras de teatro?
Bercelona, diciembre de 2003.
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