Por Mariano Valcárcel González.
Hemos pasado ya un hermoso “puente” y nos quedaba un poquitín para que fuese “acueducto” que finalice en la Constitución, o en la Inmaculada.
Antaño, que no había constitución ni porras, que existían los Principios Fundamentales del Movimiento tan ambiguos y tan desconocidos para el común que no se celebraban, pues se encarnaban “urbi et orbi” en el Dictador (de este sí se celebraban sus fechas clave), pues era la celebración de la Inmaculada la que tenía real importancia.
En esta efeméride, se unificaban los dos pilares fundamentales del Régimen, la Cruz y la Espada, pues era fiesta religiosa muy de guardar y celebrar de obligado cumplimiento y a la vez fiesta militar, pues la Fiel Infantería tenía ahí su patronazgo; y la militarizada Cruz Roja, que celebraba muy solemnemente mi padre, embutido en su uniforme.
En esa época, estas fiestas religiosas dominaban absolutamente el calendario nacional, laboral y socialmente. La Iglesia Católica imponía sus eventos y todo el mundo los seguía con más o menos entusiasmo. Había vigilias por doquier, rosarios de la aurora, novenas, triduos y quinarios, misiones populares muy necesarias sobre todo a los pueblos que habían permanecido en zona roja, vía crucis y, desde luego, procesiones. Alguien me dirá que esto no es nada nuevo, que hoy día también los hay, y cierto es; mas hay un punto clave que tener muy en cuenta, que diferencia aquello de esto: hoy, quien acude a estos actos religiosos es porque quiere y ejerce su libre voluntad en ello; pero ayer, había que acudir a los mismos si uno no quería estar señalado, significarse como no adicto al Régimen nacional‑católico; sobre todo, en las pequeñas poblaciones, era temerario tener al párroco en contra, pues se activaba una cadena en la que no era nada extraordinario que entrase el jefe de puesto de la Guardia Civil y el alcalde de la población. Ir a misa de domingo, por ejemplo, era pasar lista de buen ciudadano. Hay quien añora aquel estado de cosas; hay quien, sin haberlo vivido, lo desea; en fin, cada cual es muy digno de desear.
Bien, se celebraba para el siete de diciembre la Vigilia de la Inmaculada. En ambientes universitarios, esto era pretexto para confraternizar de modo público y sin temor a represalias (o sea, nada de disolverse a fuerza de porra) en una especie de botellón controlado. Acá en mi Úbeda, los de la SAFA, que tenían formada una tuna, daban el disparo de inicio de las próximas Navidades.
Precisamente yo formé parte de esa tuna en mis años safistas. Me colé en la misma, creo que por la bonhomía de Diego Casares (hermano jesuita que la dirigió), que le impedía decirle no a nadie; yo no tocaba instrumento alguno, ponía la voz y el manejo del triángulo o de las castañuelas, que ni eso de golpear el pandero con gracia y donaire sabía hacer. Y ahí iba entre los colegas, en desfile y procesión laica y sonora, por las calles de la población.
La víspera de la Inmaculada, como digo, salíamos invariablemente en la noche ubetense, muchas veces con bastante frío; o niebla incluso con llovizna, que nos calaba y humedecía las maderas y las cuerdas de bandurrias, guitarras y laúdes. Había un itinerario previsto con antelación, porque se nos invitaba a acudir a casas para agasajar a alguien (y muy especialmente a algunas mozas, que sus novietes, algunos del conjunto, querían impresionar); y, en esa invitación, se incluían los dulces de Navidad y los licores de graduación subida (e incluso cigarrillos y puros en ocasiones, que ya se ve eran otros tiempos menos restrictivos en cuanto a estas cosas). Dábamos nuestro concierto, descansábamos para tomar fuerzas y aprovechar las ofrendas de modo generoso y terminábamos el recital con acorde despedida y a otra casa, a otro sitio y a las calles de la noche ya invernal. Tras un dilatado trayecto y paradas consecuentes, los cuerpos y mentes ya iban generalmente algo perjudicados (menos mal que el frío nos mantenía operativos); mas el bueno y pío Casares nos hacía penetrar en el gran templo de la institución, que se mantenía accesible, para también brindarle nuestro saludo a la Virgen. Así que, al pie del altar, cantábamos, en una acción ya casi heroica, sin descomponer demasiado la figura, de rodillas, aunque alguna vez hubo quien hincó la cabeza en el mármol, y no precisamente por contrición de sus pecados. Por cierto, la canción que tanto se canta en la romería para la Virgen de Guadalupe la sacó Casares de no sé dónde y la adaptó a esta advocación y nosotros fuimos quienes por primera vez la versionamos y grabamos.
Perdonad que no nombre a quienes en aquellos años estuvimos; que, de algunos, recuerdo nombres, pero de otros no y sería descortés no nombrarlos a todos; dense por citados en mi corazón.
Pero no puedo dejar de acordarme de Antonio de la Blanca, paisano y amigo, que también salía en la troupe; que, al ser externocomo yo, había de hacer una última hazaña nocturna. Cuando llegábamos, por fin, al dormitorio asignado del internado (teníamos uno cada externo entre los internos), allí nos cambiábamos y tratábamos de salir del edificio. Nunca encontrábamos al portero y, por nuestros medios, llegábamos hasta la reja de la calle, que habíamos de saltar trabajosamente a riesgo de quedar colgados en la misma. Y no estábamos en las mejores condiciones para tales maniobras, desde luego. Así una y otra y otra salida nocturna. Pero siempre íbamos.
Yo, como no me comía una gamba amatoria, ni llevaba escarapelas ni las cintas de mi capa de la canción tan repetida, triste hábito negro muy del diecisiete, las piernas se me quedaban acorchadas con aquellos fríos; que unas medias negras (no leotardos) no me resguardaban.
Son curiosidades que me vienen a la memoria, recuerdos tal vez insustanciales, cosas que nos pasaban en vísperas del Día de la Inmaculada Concepción, cuando no había ni existía la noción de “puentes”.