Por Mariano Valcárcel González.
El espectáculo que dan es lamentable.
Nuestros políticos, claro. Nosotros también somos lamentables. Claro que sí, por votarlos.
Me diréis que no tenemos otras opciones, que es lo que hay y lo que se nos ofrece, que si no, que qué, que adónde acudimos, que alternativa no tenemos más que la catástrofe… Y lleváis muchísima razón. Sí que la lleváis. Entonces…, me diréis otra vez: «No hay salida más que la que hay»; vamos, como al toro que le abren el corral y su única salida es la del coso. O sea, la del matadero. Claro que, acogiéndome al símil taurino, el toro, a veces, salta el burladero. ¡Y menuda se arma!
Que votemos está muy bien. Que votemos, según nuestro criterio y libremente, está mejor. Que nuestro criterio puede estar equivocado, es posible. Que nos lo hayan hecho equivocar, lo más probable. Porque magos del decir, ofrecer y prometer son los políticos. Nos podemos, pues, ofuscar en el reclamo tonto, mientras la bola se maneja con la otra mano. Es normal.
Lo anormal es votar a sabiendas de que nos engañan; o sea, al que nosotros sabemos certeramente que nos engaña. Y lo votamos por cabezonería, por no dar nuestro brazo a torcer, por mera costumbre y adscripción ideológica a unas siglas, a unos clanes, a un simbolismo inane o pretérito. Lo sabemos; sabemos que son unos impresentables y, sin embargo, los votamos, aunque de puertas afuera digamos todo lo contrario.
Decimos: «Son unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta», y nos sentimos satisfechos o justificados en nuestra elección. Vale; así, cualquier cosa es valedera y justos o pecadores están igualados y a salvo. Nos quitan la cartera, pero peor sería que nos la quitasen los otros. Sabemos que nos mienten o que nos prometen lo imposible, lo incoherente, lo que de hecho sería un desastre si lo llevasen a cabo (o incluso ya lo ha sido), pero…
Como nuestros desastrosos políticos lo saben, se aprestan, cada uno a su modo y forma, a irnos sisando, en la seguridad de que no les castigaremos. Contentos. Cierto es que se pasan, por el forro, principios y palabras consonantes e incluso malsonantes; se pasan, por el forro, el sistema democrático que llevamos impuesto, unos porque es burgués, capitalista, y otros porque es una rémora ante sus intereses (que pretenden que funcionen al margen del sistema). Si por ellos fuese, hace muchos años que viviríamos sin necesidad de acudir al reclamo electoral, al menos de esta forma.
Puestos a avanzar en la destrucción, empiezan a no pararse en barras. Trabajan. Porque la economía manda, mandan las multinacionales, manda el mercado; los intereses del capital especulativo y depredador mandan sobre las estructuras de gobierno, imponiendo sus criterios y normas supranacionales. Dejad hacer, dejad pasar… Menos Estado, menos impuestos… Hasta un límite, ¡eh!, que nos hace falta, el Estado, para garantizarnos seguridad y libertad de acción (para legislar a nuestro favor, esto mejor); y, para cuando hallemos un problema de los gordos, entonces, que venga el Estado a solucionárnoslo. Claro que sí y faltaría más; para eso estamos.
Trabajan. Porque el Estado burgués es una rémora. Porque favorece al capital (si no es el mismo capital). La ciudadanía no puede ir de la mano de esa gentuza. La ciudadanía ha de ocupar el poder del Estado. Para ello y definitivamente ha de alejarse de esa falsa democracia burguesa. Democracia manipulada. Secuestrada cada cuatro años. Hay que avanzar. Hay que eliminar más que cambiar. De las cenizas, surgirá lo más puro; y lo más puro no se contaminará de los vicios del sistema. Se vivirá conforme al ejemplo de los virtuosos, que serán los primeros en todo. Entonces, el Estado podrá ofrecer y ofrecerse, siendo el modelo en el que mirarse y admirarse. Hay, mientras tanto, que prometer el cielo y ofrecerse a dirigir su conquista.
La socialdemocracia tuvo su momento. Parecía que, con su fórmula, se habían superado las contradicciones y los inconvenientes del sistema. Se gobernaba para mantener el Estado en un equilibrio constante, dándole al capital su terreno de juego bien acotado y dejando que los demás se beneficiasen de ello, obteniendo mejoras sociales, laborales, educativas, culturales, etc. El Estado era una madre grande, garante de la administración de la casa común y tutelando, según capacidades y necesidades. Lo bueno de esto, además de sus evidentes ventajas, es que mantenía la casa en paz. Permitía soñar en mejores horizontes (aunque solo fuese soñar, de acuerdo), y permitía que cada tiempo se pudiese cambiar la ropa gastada o deteriorada, si así era demandado. Las elecciones servían de zafarrancho. Por eso, se la prefería, antes que a los sanedrines necesitados de súbditos fieles o adoctrinados, granjas de papagayos pastoreados sin más oportunidad que repetir lo que los sumos sacerdotes, tan virtuosos, les enseñaban. Casi todos comiendo el mismo pienso insípido, tan igualitario.
Se equivocaron los socialdemócratas dirigentes, al ceder todo el terreno a quienes únicamente querían llevarse todos los bienes acumulados. Se esfumaron, incluso traicionando sus principios, cobardemente. Dieron justificación al clamor de los intérpretes de los abandonados. Le dieron sentido. Y lo hicieron necesario. Volvieron los virtuosos con la fuerza del que ha sido ninguneado. Con la fuerza de quien se sabe en la oportunidad, que se presenta una sola vez. La virtud, sea real o impostada, fábula, no quiere compañeros de viaje, que no sería entonces virtuosa sino coima de burdel. Por eso, ya no valen componendas ni arreglos, ni acuerdos de vieja democracia burguesa, desmedrada y rota.
Este es pues el quid del lamentable espectáculo. Los votantes en realidad no les importamos nada. A ninguno.