04-01-2012.
En el dos mil once fenecido, pudimos ser conocedores de noticias sorprendentes. Y entre las que más nos sorprendieron fueron las que nos informaban de diversos movimientos de protesta que se empezaron a producir, primero en Túnez, y que se fueron extendiendo a otros países del área.
Entusiastas occidentales empezaron a bendecir estos movimientos; en estos países islámicos (o árabes) la población se alzaba en protestas cada vez más airadas, cada vez más numerosas, cada vez más constantes y efectivas contra las dictaduras que dominaban en dichas naciones.
Los occidentales más soñadores pronto bautizaron esto como “primavera árabe”.
Y tanto llegaba la primavera a Túnez como a Egipto o Libia que se alargaba hasta Yemen, los Emiratos Árabes o Siria. Aunque en los últimos casos se trastocase en otoño e incluso en un tórrido y estéril verano.
Los gobiernos occidentales, no soñadores, habían tenido sus flancos resguardados por las anteriores dictaduras, tan criticadas de cara a la galería. Estaban más seguros (y sus empresas también) bajo la tutela dictatorial sobre las poblaciones de esos países, poblaciones que acumulaban su rencor hacia occidente (muchas veces en obligado silencio). Los dictadores ganaban, las empresas ganaban, occidente ganaba.
Pero una cosa es la realidad política y otra el pensamiento y, en esto, occidente es ambivalente si no totalmente hipócrita; por eso, el entusiasmo ante la protesta surgida. Surgida la primavera árabe, las dictaduras en verdad podían caer y caían (algunas con fuerte ayuda occidental) y el pueblo podía expresarse en libertad, y en libertad debía iniciar su andadura hacia la democracia. Occidente olvidaba, tal vez adrede, dos cosas importantes: el rencor hacia todo lo occidental acumulado y el ejemplo iraní. Así que creerse que, tras las revueltas triunfantes, se podía pasar, dando los pasos previos y precisos, a regímenes democráticos de corte occidental, era creer en las propias mentiras, falsear los hechos para que se cumpliesen los deseos. En suma, creerse que las viejas utopías se estaban realizando.
¡Ah, y otro olvido injustificable!: que el islamismo más o menos radical (controlado hasta el momento por las dictaduras y sólo utilizado a su conveniencia) estaba esperando su oportunidad para aprovecharse de la situación y hacerse con el poder, sin daño para sus dirigentes, doctrinarios y controladores. El ejemplo de la revolución iraní es un libro abierto en el que todo el mundo leía y aprendía y ellos, los islamistas, se lo tenían bien aprendido.
Así que, aprendida la teoría, pasar a la práctica. Las revueltas van a más, las gentes mueren y crece la indignación. Más capas sociales se implican en las protestas, aunque es difícil ver en primera línea a los clérigos. Si la cosa va a más, en países donde hay varias facciones religiosas, el enfrentamiento posterior es casi inevitable. Y más sufrimiento para la población.
Paradojas: se pasa de dictaduras políticas a dictaduras religiosas. La sharía ‘el camino al manantial’ se impone como normativa tanto civil como religiosa incuestionable; y un estado de corte laico, civil, democrático se hace, pues, inviable.
La llamada primavera árabe va pasando hacia el invierno, sin transición.
Por ello, me extraña que tantos pensadores, ideólogos, políticos y generadores de opinión occidentales no hayan previsto estas consecuencias o no se las hayan planteado en voz alta. Han dado la bienvenida a las revoluciones así, sin más, obviando sus consecuencias, en una atmósfera de credulidad suicida. El mundo está en cambio y todavía se rigen por los viejos clichés. No entienden nada o no quieren entenderlo.
marianovalcarcel51@gmail.com