Por José Luis Rodríguez Sánchez y Daniel García Parra.
Al hilo de la que se ha liado por la denuncia de una denominada “Asociación de abogados cristianos” contra el cómico Willy Toledo, y reflexionando sobre la presencia acogotante de la religión en el devenir diario de la gente normal, me viene a la memoria la siguiente anécdota de Pedro Muñoz Seca, el autor de “La muerte de don Mendo”, que no puedo asegurar si es cierta; ma si non e vero, e ben trovato. Transcribo literalmente:
Don Pedro vivía desde sus tiempos de estudiante, en una casa de Madrid donde atendía la portería un encantador matrimonio al que profesaba auténtico afecto.
Falleció la mujer y a los pocos días el marido, más de pena que de enfermedad, pues era un matrimonio profundamente enamorado. El hijo de los porteros se dirigió a don Pedro, muy afectado tras la muerte de sus padres, y le pidió que redactara un epitafio para honrar su memoria. Del corazón de Muñoz-Seca surgieron estos versos:
Fue tan grande su bondad
tal su generosidad,
y la virtud de los dos,
que están, con seguridad
en el cielo junto a Dios.
Corría mil novecientos veintitantos y, en aquella época, era preceptivo que la Curia diocesana aprobara el texto de los epitafios que habían de adornar los enterramientos. Así que don Pedro recibió una carta del obispado de Madrid reconviniéndole a modificar el verso, puesto que nadie, ni siquiera el propio obispo, o incluso el Santo Padre, podían afirmar de modo tan categórico que unos fieles hubieran ascendido al cielo sin más. Don Pedro rehízo el verso y lo remitió a la Curia en los términos siguientes:
Fueron muy juntos los dos
el uno del otro en pos,
donde va siempre el que muere:
pero no están junto a Dios
porque el obispo no quiere.
Nueva carta de la Curia. El obispo, tras recriminar al autor lo que creía –con toda la razón del mundo– una burla y un choteo de Muñoz-Seca, le exigió una rectificación, ya que no es el obispo el que no quiere, pues ni siquiera es voluntad de Dios: Él no decide nuestro futuro, sino que es nuestro libre albedrío el que nos lleva al cielo o no. Así que don Pedro remató la faena escribiendo un verso que jamás se colocó en enterramiento alguno, porque la Curia jamás le contestó:
Vagando sus almas van,
por el éter, débilmente,
sin saber qué es lo que harán,
porque desgraciadamente,
ni Dios sabe dónde están…
(De esto hace casi un siglo…).