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“Los pinares de la sierra”, 197

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

8. Al fin la paz.

Portela se revolvió inquieto en el asiento, observó que Gálvez no había captado la metedura de pata, y le lanzó a Barroso una mirada que le heló la sangre. Por fortuna, el charcutero no tardó en reaccionar, le hizo un guiño a su mujer y se deshizo en evasivas para eludir la cuestión.

―Cariño, eso nadie lo sabe. Posiblemente será dentro de cuatro o cinco meses, o quizás nunca. ¿No te acuerdas que nos lo dijo el vicepresidente?

Luego se dirigió a los demás para excusarse por el patinazo.

―Discúlpenla; los hombres de empresa tenemos muchos frentes abiertos, y es lógico que nuestras esposas confundan fechas y negocios. ¿Verdad?

―En ese caso ―concluyó Roderas― solo nos queda la firma y dar el acto por terminado. Ustedes primero, por favor, y luego lo haré yo “In utroque fidelis”.

―Que quiere decir que, tanto la parte compradora como la vendedora, pueden marcharse tranquilos, porque todo se ha hecho como Dios manda ―aclaró Portela en una traducción libre y personal—.

Los primeros en abandonar la sala fueron el notario, su oficial y, a continuación, el matrimonio Barroso. Cuando estuvieron solos, Gálvez, muy satisfecho, se acercó a Portela para darle unas palmaditas en la espalda.

―Enhorabuena; te has portado como un caballero: con talento, sutileza, y dando al dinero la importancia que merece. Como debe ser.

Fue un momento reparador, un placer que lo compensaba de los sufrimientos soportados las últimas semanas, como la paz que se siente al culminar la cima de una montaña. Una alegría que interrumpió Fandiño cuando le dijo a Gálvez en voz baja.

―Bueno, yo ya me puedo ir, ¿verdad, señor Gálvez?

El comisario lo cogió por un hombro, se lo llevó a un rincón y le dijo con evidente resentimiento.

¿Qué prisa tienes? ¿Eh? Voy a pedirte un último favor: atiende, obedece y cállate la boca. Estamos aquí porque eres un miserable que me trataste de engañar. ¿De acuerdo? Pues ahora te toca defender mis intereses y mis necesidades. Es decir que, aunque tengas prisa por marcharte a Galicia y abrir ese mesón de mierda que has comprado con mi dinero, harás lo que yo diga hasta que a mí me salga de los cojones y el dinero esté seguro. ¿De acuerdo? O sea, que llama al guardia y dile que nos acompañe al banco. Es la una y media y, antes de echar la siesta, quiero dejar el dinero en una caja de seguridad. ¿Queda claro?

Fandiño ensayó un gesto de sincera contrición por su desliz, pero en un alarde de imprudencia largamente reprimida, hizo acopio de valor, miró a su jefe con sus ojillos atemorizados y, rebelándose ante tanta humillación, se atrevió a decir.

―Y ¿qué quiere que hiciera con la miseria que usted me pagaba por trabajar toda la noche como un esclavo? ¿Me lo quiere decir?

―Porque quizás no merecías más ―contestó Gálvez con rabia mal contenida―. ¿No lo has pensado alguna vez?

―Y además sin seguridad social, que esa es otra ―se lamentó el gallego―. Algo por lo que podría haberle puesto una denuncia.

Aquello era demasiado. Gálvez sintió que la sangre se le subía a la cabeza, lo cogió por las solapas y replicó con violencia homicida.

―¿A quién vas a denunciar, desgraciado? Tú vas a denunciar a tu puta madre, gilipollas. ¿Con quién crees que estás hablando? ¿Piensas que me vas a acojonar? Tú saldrás de Barcelona cuando yo lo diga: hasta entonces me tendrás pegado a ti como tu sombra. ¿Lo entiendes o te lo digo cantando?

Asustado por la brusquedad de la respuesta, Fandiño retrocedió hasta la pared, se puso a suspirar como una criatura y miró a su alrededor en demanda de ayuda. Por suerte, apareció Portela, que había oído las últimas palabras, resuelto a restablecer la calma entre los dos.

―Señor Gálvez, tranquilícese: gracias a Dios todo ha salido de maravilla. Esta mañana me he encontrado en la calle una peseta y eso siempre da suerte. En fin, se acabaron los problemas. Como habíamos dicho, ahora cada uno a su casa y todos tan amigos. Oye, Fandiño, ¿tú cuándo te marchas a Galicia?

Bajó la cabeza, le dijo que primero debía acompañar a Gálvez a llevar el dinero, y Portela adivinó que las cosas no iban muy bien entre ellos.

―No te preocupes; le acompañaré yo, que tú bastante has hecho ya. Anda, llama a esa chica por teléfono y dile que en unos días estaréis juntos otra vez.

Y, a continuación, dijo, dirigiéndose al señor Gálvez.

―Déjelo que descanse y que llame a Galicia; así estará de mejor humor esta noche. Yo le acompañaré al banco, con mucho gusto, y Ezcurra vendrá con nosotros.

―De acuerdo. Dile que coja la bolsa y vámonos ahora mismo.

roan82@gmail.com

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