Por Mariano Valcárcel González.
Ya escribí un artículo en el que expresaba mi desacuerdo con dos temas muy de actualidad, defendidos a capa y espada por unos u otros y, paradójicamente, incompatibles.
Estamos en el tiempo de la confusión (y no ya solo por esa llamada “posverdad”) en el que no sabemos realmente si tirarnos al metro o a la taquillera (chascarrillo machista merecedor de unos azotes, lo confieso). No sabemos ni lo que queremos, pero todo lo exigimos, creyéndonos en el derecho fundamental de tener derecho a todo, aunque sea, como en el programa televisivo, una mierda pinchada en un palo.
También escribí sobre el sufrimiento que hubieron de padecer tantas personas que no cumplían los roles morales que se exigían a los de su sexo, los llamados, por decirlo suavemente, invertidos. La persecución y la expulsión social, incluso penas de cárcel, eran comunes en los regímenes dictatoriales o no tanto, que en todas partes cocieron habas y no solo el franquismo fue líder en estas prácticas punitivas.
Cuando ahora se tilda tan gratuitamente de “fascistas” a cualesquiera que contradigan a los del pensamiento único (sea este de un color u otro) no se supone siquiera lo que en verdad significó el fascismo o los regímenes al mismo asimilados, como lo fue el nacionalcatolicismo franquista (una variante ibérica). Lo vienen diciendo quienes lo padecieron realmente y entre ellos quienes sufrieron de todo solo por ser “diferentes”, o sea los maricas o maricones, o tortilleras o bolleras, como se les dijo y aún se dice.
Entrando en el terreno del eufemismo y la corrección política, que es ahora el terreno que se recorre y compone el núcleo del pensamiento único (sea esto lo que sea), nos encontramos con que hay que evitar la zafiedad de aquellos calificativos, realmente peyorativos y ofensivos en su cruel intención, y se adoptó la palabra “gay” para determinar la tendencia sexual de los hombres con los hombres y “lesbiana” para la de las mujeres. Pero al fin y al cabo solo enmascaran los conceptos que siempre se entendieron como desviaciones de sexo.
Gais y lesbianas se reivindican como opciones y más que opciones de vida, que indudablemente van más allá de la mera práctica sexual. Son un modo de entender, entenderse y realizarse personalmente; y ello es completamente legítimo. No hay nada que objetarles, afortunadamente.
Luego vienen los llamados transexuales. No es que no cumplan los roles que al sexo que presentan desde su concepción se le suponen; es que ya no quieren detentar las características físicas con las que se encuentran, sean masculinas o femeninas, y luchan y porfían hasta que, mediante tratamientos hormonales y de cirugía, logran el cambio físico deseado. Cambian así un supuesto determinismo biológico casi en su totalidad, dándole la vuelta.
Ya existían estas tendencias hace tiempo, mucho tiempo; no se crean que es de ahora —invenciones modernas—; todo obedece a la lógica de nuestra especie y sus pulsiones. Por ello, ciertas religiones las potenciaron, institucionalizándolas, y otras cortaron por lo sano, prohibiéndolas y condenándolas. Ahora estamos en tiempos permisivos.
Cuando se desmadra la cuestión es cuando se trata de mover el péndulo radicalmente hacia la otra parte y se obra tal como por el otro lado. Desautorizar, descalificar o calificar despectivamente, anular a quienes no están de acuerdo con los nuevos tiempos, tratar de desterrarlos de la libre expresión del pensamiento, considerarlos menos que nada en aras de admitir como dominante el actual pensamiento al respecto es una pulsión, fascistoide y dictatorial, intolerable.
Bien, ya tenemos el movimiento LGTB, o sea, Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales. Estos últimos son los que siempre dijimos que iban “a pelo y a lana”, indicando que les daba igual la coyunda con macho que con hembra. Los demás estaríamos encuadrados en lo que se califica como heterosexuales. A propósito de bisexualidad no conviene confundir la misma con ese exhibicionismo chabacano, mostrado —por ejemplo— en una cita eurovisiva por parte de quien representó a Austria. ¿Era mujer barbada?, ¿era hombre con vestimenta femenina?, ¿qué era…? Pues debía ser del colectivo “I” y abajo lo aclaro.
Meras formas de entender la vida y la práctica sexual, con sus variantes. Si nos descolgamos de los calificativos de perversiones, desviaciones e incluso patologías, entenderemos que aquí hay un amplio abanico de posibilidades. Es como en el matrimonio. Será de dos, varón y hembra, y únicamente de dos; o será de varios… El predominio del hombre durante siglos, y además bendecido por las religiones, podrá admitir la poligamia (varón y sus hembras) legalmente admitida o, como se hace en donde está prohibida, el varón se procurará mujer legal y otras a las que se les llamó “mantenidas”, “queridas”, “concubinas”, “barraganas” y otras lindezas, fórmula enmascarada de la existente poligamia. Ahí encajaba la figura del heterosexual, que también y en secreto podía ser bisexual, pero nunca homosexual.
A ese colectivo (que se dice ahora) LGTB, mencionado últimamente, se le añade una “I” (?).
Parece ser que con ello se quiere designar a quienes no saben definirse o no quieren definirse sexualmente. O sea, se supone que a quienes ni se entienden ni dejan que les entendamos. Alguien que, llegado a su etapa supuestamente madura, no sabe qué papel sexual le corresponde; que no se encuentra, según dicen, a gusto bajo ninguna etiqueta de las establecidas; que no se decide a asumir su responsabilidad en este caso del vivir y sentir sexual, de compartirlo con su o sus parejas, de sentir que se desarrolla como persona —sea en el rol que sea— siempre que sepa admitirlo y compartirlo; alguien así obedece realmente al mero capricho de la vacuidad más lerda, al egoísmo de la no asunción, ni —¡en este aspecto tan básico y reconfortante de la vida!— de la responsabilidad que le corresponde.
Quienes han dado cuerpo de existencia a esta última categoría, han llegado ya al colmo del absurdo. Creerse que somos como esos animales de otras escalas que —en momentos dados— cambian de sexo, es no entender a la razón de la naturaleza; ellos tienen razones de supervivencia y no lo hacen por capricho o porque, según la mañana, así les apetezca ser “ella” o ser “él”… Nosotros, en aras de la estupidez que nos invade y de la total confusión de ideas que se padecen, somos hasta capaces de darle sentido y cuerpo de norma y normalidad a lo que es mera idiotez humana.