Vicisitudes de la vejez, 29

Esta noche me siento un tanto filósofa de la vida y me ha dado por elucubrar frases con mucho contenido de fondo, cual si fuesen grandes vasijas llenas de oro o plata. Ustedes juzgarán si lo son.
Así, pienso que la auténtica alma femenina tiene a la imaginación y al sentimiento como las dos cuerdas del alma más indispensables y cotidianas, por eso es tan difícil la convivencia a largo plazo, ya que el hombre, aunque también las posea, no sabe templarlas con tanta gracia, asiduidad y salero como lo hacemos nosotras, sabiendo siempre que puede y debe haber honrosas excepciones a lo que acabo de afirmar.


Va la segunda: la vejez es un éxodo sin retorno al que te tienes que ir adaptando si no quieres vivir amargada cada día de tu vida. Ves como, cada día, tu aparente seguro mundo de adulta, tan bien asentado, se te va desplazando y cuando menos te lo esperas te encuentras en otro lugar y poseída de achaques de salud o goteras a discreción (aparte del progresivo cambio del entorno y mundo que te rodea), que van entrando poco a poco y mermando tu salud, y que a la vuelta de unos años te ves hecha una abuela auténtica, como hacía poco observabas a tus padres o abuelos, en esa edad a la que tú nunca creías de joven que ibas a llegar en ese estado, pues te autoengañabas pensando que tu salud y vitalidad iban a ser eternas, sin vislumbrar que todo llega en la vida y, por supuesto, la cruda y descarnada vejez, también.
Me comentan mis nietas ciertas noticias candentes que les preocupan y me preocupan y que yo quisiera relatar aquí.
La primera es cómo va cambiando nuestra sociedad a peor y cada día se ven y leen en los periódicos la cantidad de ancianos abandonados a su suerte, a pesar de tener hijos o familiares cercanos. Si no hay dinero de por medio (“poderoso caballero es don Dinero”…), los hijos o familiares más próximos son capaces de aprovechar el ingreso a un hospital del anciano para desentenderse de él, empezando por no llamarlo telefónicamente ni ir a visitarlo y/o recogerlo cuando lo requiere su alta hospitalaria. Un desastre generacional que -por ahora- no me ha tocado a mí. Espero no experimentarlo en mis propias carnes, Dios no lo quiera…
La segunda noticia está emparentada con la primera, pues aunque por ahora no es mi caso, cada vez hay más gente “mayor” aparcada en las residencias de ancianos, a pesar de tener una familia larga y completa de hijos, sobrinos y nietos que no son capaces -ninguno- de darle lo que mejor quiere el anciano: vivir y terminar sus días en su casa, rodeado del afecto y el amor explícito de todos los de su prole. Apadrinar un perro o mascota eso sí que es progresista… ¡Qué ingrata es la vida para esas personas que viven en una habitación de nueve o diez metros cuadrados, sirviéndole más de cárcel y castigo que de dulzura de vivir sin estar rodeado de los familiares más íntimos!
Me estoy acordando ahora de un caso excepcional: de una vecina mía (Águeda, era su nombre) que demostró su magnanimidad y buen corazón teniendo y atendiendo a sus padres y suegros (a la vez) en su casa y en sus vejeces, nada fácil, hasta que Dios se los quiso llevar al otro mundo. Esos casos son los que se debían proliferar y publicitar para que cundiese el buen ejemplo.
Y tercera. A vueltas con la dichosa Covid y su vacunación me comentan mis familiares la desvergüenza de algunas vacunas (no hace falta aquí escribir sus nombres) que a posteriori nos estamos enterando de que nos las vendieron como lo más estudiado y milagroso para no coger o recaer en la pandemia y resulta que están saliendo estudios que demuestran todo lo contrario. Aunque ya sospechábamos que las vacunas no eran tales, fuimos como corderitos obedientes a que nos las inocularan, engañándonos como en tantas cosas, que ya no sabes ni de quien fiarte; pues hasta las funerarias se extrañan de tanta muerte súbita en gente joven que está habiendo, además del aumento de ictus, taquicardias… Actuamos de buena fe creyendo que ellos sabían lo que se debía hacer y ni las autoridades políticas, sanitarias, farmacológicas, etc. que nos indujeron a la vacunación nos dicen nada al respecto de su error… ¿A quién podemos acudir para que nos digan la verdad?
Para terminar este capítulo de una manera más dulce y melancólica bien que me acuerdo de aquellas largas y entretenidas jornadas en las que iba yo de recogida de aceituna al tajo con mi marido y los hijos o nueras que podían acompañarnos. Pasábamos una velada familiar estupenda, sobre todo si el día era bueno y soleado, porque hubo muchos días, al ser durante el mes de diciembre y enero, principalmente, cuando es la recogida de aceituna, que eran bien feos, incluso fríos, embarrados y lluviosos que mejor no recordarlos.
Pero había otros en los que a pesar del trabajo físico que suponía esta labor, además de ir andando bien lejos para llegar al pegujal que teníamos en la “cuesta de la peorra”; y aunque te levantabas mucho antes de que saliera el sol y la amanecida te pillaba ya en el tajo o cerca de él; pero entonces tenía salud, juventud y vitalidad a raudales y una ilusión por vivir que conforme he ido envejeciendo se me ha ido apagando paulatinamente. ¡Qué días más hermosos y entrañables, con toda la familia por delante para cumplir un destino común: la recogida de nuestra aceituna, sin tener que pagar sueldos aparte, para luego llevarla al molino y tener buen aceite de oliva “gratis” para todo el año y algunas pesetillas, que nunca venían mal, para comprar necesidades varias o extraordinarias.
En fin, nada más evocar aquellos tiempos se me pone la carne de gallina y parece que mi ánimo se instala en aquellos años felices en los que a pesar de tener tanto trabajo, pues cuando volvía por la tarde tenía que comprar, hacer las labores de la casa y preparar la cena y la barja del día siguiente para todo el personal currante. ¡Qué hambres se nos abrían en el tajo a todos! Se me hace la boca agua pensar en aquel tocinillo magroso que hacía las delicias de toda la cuadrilla, grandes o pequeños, tanto que estabas deseando que llegase la hora del desayuno o del almuerzo para ponerte morada…
Sevilla, 16 de octubre de 2022.
Fernando Sánchez Resa

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