Maltrato y/o violencia de género

Al hilo del horror ocurrido en Úbeda hace unos días, nunca es tarde -ni excesivo- reflexionar sobre este manido y no resuelto tema, del que nuestra sociedad actual está tan concienciado e informado; pero que, cual rayo que no cesa, sigue proyectándose -una y otra vez- sobre nuestras conciencias y realidades cotidianas de forma súbita e inesperada.
Me refiero a la violencia física o al maltrato psicológico que puede materializarse fatalmente, al amparo de la nueva pareja contemporánea o del matrimonio tradicional; y que cuando llegan los problemas de convivencia y/o de los hijos se suele acrecentar más.


El que lo haya experimentado (sea de uno u otro sexo; aunque -numéricamente hablando- suele ser la mujer quien mayoritaria y abrumadoramente lo padece), sabe que es una navaja con doble filo: maltrato psicológico y/o físico, que puede herir o matar, simplemente con uno de ellos, sin podernos decantar por averiguar cuál de ellos sea el peor y en cuál duren más sus secuelas (sean físicas o psíquicas).
Estamos comprobando que por más repulsas y minutos de silencio que se produzcan, así como las leyes que se legislan, las cifras de asesinados por esta violencia familiar o doméstica (que tienen nombres y apellidos; incluidos, por desgracia, hasta los hijos del matrimonio o pareja de cualquier edad). No sé qué se le mete en la cabeza al asesino que no quiere ver que, si es aberrante e inhumano matar a su esposa, aún lo es peor y con más agravamiento quitarle la vida a sus hijos, a los que contribuyó a dársela. Es un filicidio o parricidio imposible de entender en una mente humana sana y normal.
Todos nos solemos hacer el siguiente planteamiento o sugerencia: ¿Por qué no se suicidaría primeramente el parricida, dejando a su esposa e hijos en paz? Es la maldad humana, más descarnada, la que se nos presenta en esas escenas dantescas…
Por eso creo que nos estamos equivocando (como sociedad) en este crucial y repetitivo problema, ya que los remedios que le estamos poniendo -repito, como sociedad- no lo paran tan fácilmente, aunque haya teléfono gratuito y sin huella del maltratado, pulsera detectora, etc., etc., etc.
Una vez que la pareja no funciona y se van conociendo más a fondo ambos integrantes de la relación, la convivencia va tomando unos derroteros de posesión machista (o feminista, que también se puede o suele dar), difíciles de aguantar y sobrellevar, ni siquiera por los hijos comunes, agravados por el mal ejemplo que ello les reporta cotidianamente.
Todos sabemos que es un tema poliédrico y, siempre, hay que pedirle a la vida y a la providencia tener suerte y que no te toque este peliagudo asunto, ni a nadie cercano a tu familia o amigos; si no, su solución va a ser muy complicada, pues habrá que partir de la base que -muchas veces- en esta nuestra sociedad de pandereta y cartón piedra no tenemos aceptada que “la maldad” existe (como la guerra y sus secuelas; y otros varios y nefastos ejemplos); que hay personas malas, por naturaleza o mala crianza, además de locas o poco cuerdas; pero que a la sociedad -y a la persona, en particular- le cuesta mucho aceptar esa situación y defenderse de ellas a tiempo, sin que llegue a mayores, creándole -a veces- el síndrome de Estocolmo; ya que siempre se piensa -o así nos lo hacen creer-, que la rehabilitación psicológica, farmacológica o carcelaria lo va a solucionar todo. Y no es así. A los hechos me remito. Porque luego está entremedias la coerción, el chantaje, la falta de inteligencia… aprovechándose del verdadero amor del otro que puede derivar en terror, instrumentalizándolo (el maltratador o maltratadora) para hacer de las suyas, jugando un papel amable fuera del hogar, sin saber o conocer -el resto de familiares, amigos o vecinos- el comportamiento execrable real -y muchas veces animal- que practica frecuentemente en la intimidad del hogar, y que puede o suele ejercer dentro de la pareja; especialmente, cuando está el sexo de por medio, que puede enloquecer al varón, principalmente, por no dar salida eficiente a la testosterona que tiene su cuerpo acumulado en demasía…
Es contra natura ver morir a un hijo de manera natural y, mucho más, a manos del propio padre (o madre, que, también, por desgracia las hay, aunque bastantes menos). Y no paramos de echarnos las manos a la cabeza con estos comportamientos salvajes (aunque los animales no sean capaces de llevarlos a cabo) que cualquier individuo puede ejercer en un momento de rabia, enajenación mental, odio, deseo de venganza…; aunque haya sido “una bella persona” hasta entonces; al menos en su entorno social, vecinal, laboral o familiar.
Es de libro, las dos caras que tiene o posee el maltratador -sea clásico o novato-, como las que llevamos cada cual (la máscara pública y la privada, se entiende, de la que nos advertían ya los griegos), pero elevado a la enésima potencia, mostradas descarnadamente en estos execrables casos de violencia asesina, bien por padecimiento de enfermedades mentales congénitas, sobrevenidas o incluso buscadas por culpa de la droga o/y otras substancias; bien por comportamientos asociales o enfermizos, como pagar las frustraciones que el maltratador acumula a lo largo de su jornada laboral, emocional o social queriendo rentabilizarlas, en mala hora y de pésima manera, con su esposa e hijos. Son personas desquiciadas -bien por su infancia nefasta o desgraciada, en la que han visto y aprendido esos comportamientos machistas e inapropiados en cualquiera de sus progenitores; o por cualquier otra causa (enfermedades mentales transmitidas genéticamente, etc.)- que se ven catapultadas ante situaciones personales, familiares o sociales especiales o específicas; como ha ocurrido ahora con la dichosa Covid-19 que ha dinamitado muchos puentes de convivencia normal que tenían acordados personas más o menos normales y que se han visto confinadas demasiado tiempo, quedando sus economías dañadas irremisiblemente por el parón económico impuesto.
En fin, este escabroso tema es largo de comentar y podría seguir escribiendo otro libro más, de los muchos que proliferan sobre este asunto. Ahí lo dejo.
Añado un último apunte que, por deformación profesional, al haber sido maestro toda mi vida y haberlo comprobado en todas las generaciones que han pasado por mis manos: creo que el vademécum o la prevención más acertados en todo este tema es la educación, como primer remedio, para saber detectar a tiempo las disfunciones convivenciales que pueden derivar en una catástrofe (ayudada por el entorno familiar, laboral y vecinal); agregándole el tratamiento psicológico o farmacológico necesario llevado por buenos profesionales, y a tiempo (a ser posible, preventivo), lo que también podría y debería paliar o tratar de remediar este asunto que tanto nos preocupa y del que nadie estamos libre de padecer en propia carne o cercanamente; como vemos que está ocurriendo con el coronavirus y otras enfermedades físicas y/o mentales que circulan tan libremente por nuestro entorno cotidiano.
Sevilla, 27 de junio de 2020.
Fernando Sánchez Resa

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