Por Mariano Valcárcel González.
Cayó la II República porque las circunstancias se conjuraron para que ello sucediese, casi sin posible escapatoria. Y no me refiero exclusivamente al golpe de estado y alzamiento de parte de los militares y civiles que venían trabajando para ello. La II República se mostró inviable casi desde sus inicios. No nos engañemos, pocos o muy pocos trabajaron para que se fortaleciese una república parlamentaria y democrática (sí, si quieren ustedes al modo burgués). Y no es porque no se tuviesen esas intenciones, sino porque quienes las tenían quedaban en franca minoría.
En el inicio, los militares no constituyeron un problema. Eso lo demostró que no movieron un dedo para evitar que Alfonso XIII se largara. Ni cuando Sanjurjo intentó revertir la situación fueron en su ayuda (y por eso fracasó). Tampoco es que se estuviesen quietos, cuando los movimientos más extremistas, fundamentalmente anarquistas, quisieron hacer su revolución (véase el caso de Casas Viejas) o luego los socialistas y separatistas hicieron lo propio. El ejército operó bajo mandato republicano en esos casos.
Pero las facciones derechistas más enconadas, monárquicos incluidos, nunca vieron con buenos ojos el régimen republicano. Así que no dudaron en combatirlo y socavarlo de todas las formas posibles (deseando que se les uniesen, por fin, los militares). A su vez, las facciones de la izquierda más doctrinaria solo pensaban en superar la etapa burguesa republicana, para lograr la revolucionaria y ponerla en manos del proletariado; pensaban y deseaban una república popular socialista (comunista como meta).
Ni los unos ni los otros querían la República tal y como se había definido en la Constitución de 1931. Los intelectuales que habían alabado (y trabajado por) la llegada republicana, intelectuales -en general, de centro- que todavía creían en que se lograría establecer un régimen democrático y justo que, dando pasos certeros, llegaría a elevar el nivel de la nación en todos los sentidos, superando las gravísimas diferencias socioeconómicas que lastraban el progreso del país, pronto se empezaron a desencantar ante la realidad tozuda del enfrentamiento de una España contra la otra.
Unamuno, que había visto con cierta simpatía el movimiento militar, dado su pensamiento aristocrático (en el sentido de élite intelectual), pronto se percató de que ello no era más que la reacción de los reaccionarios (valga la redundancia) del antiguo régimen social, económico, cultural y religioso; poco tenía aquello de regeneración de la patria, en el sentido no excluyente. Ortega y Gasset, que había apoyado a la República, cantó aquello de «No es eso, no es eso» (se refería a las acciones de la masa desmadrada) y se largó ante lo que ya veía que se echaba encima.
Ahí estaban, pues, los considerados “españoles de bien” frente a la “chusma roja sectaria” y a los separatistas, especialmente catalanes. Dos frentes demostradamente irreconciliables y que no podían llegar nada más que adonde llegaron, inevitablemente. Que luego, uno de los bandos lograse las ayudas internacionales más eficaces para alcanzar la victoria y al otro casi se le negaran de hecho, no tuvo más efecto (ni menos) que decantar la victoria del lado de los más fuertes y los más eficaces en la campaña militar. Por eso, se logró establecer una dictadura posterior, que duró tantos largos años.
El caso del ascenso del general Franco al máximo poder es otro tema que estudiar y comprender en toda su extensión y todas sus consecuencias; no se diga ni confirme más que, además de durar toda la vida (hasta la muerte personal) del dictador, ha logrado, merced a su impregnación totalmente eficaz en el tejido social español, mantener su alargada sombra cuarenta años más (en régimen en apariencia totalmente democrático) y hacer reverdecer los pimpollos de nuevas y abundantes cosechas.
Porque se vuelve a hablar de “españoles de bien” y de “rojos y comunistas sectarios” con rotundidad, certeza y radicalidad de antaño. Se vuelven a airear viejos fantasmas que se creían enterrados y bien enterrados (y eso se aplicó a los mal enterrados que no se quisieron nunca reconocer). Vuelven a surgir los muertos de Paracuellos y demás masacrados por la asesina y sectaria facción revolucionaria (y se saca otra vez a Carrillo y demás culpables de lo acaecido en muchas partes), para ponerlos como barrera y contención, y muestra inequívoca de sus maldades, ante la bondad inapelable e incuestionable de quienes al fin y al cabo vencieron.
Por eso, por haber vencido, y por los valores que llevaban consigo (y no es el menor el considerarse católicos y defensores de la fe) no se debe dudar de la bondad de sus intenciones, de la necesidad de imponer su programa, sus ideas, tal y como se impusieron durante tantos años, sin discusión posible.
Por el contrario, esta izquierda extrema, nefasta, sigue erre que erre en mantener (si no aumentar) sus errores básicos y permanentes. Sigue defendiendo cuestiones tan inaceptables como el divorcio (bueno, según), el aborto (según también quiénes y dónde), la homosexualidad y su legalización antinatural (también según quiénes y dónde la practiquen, mezclada con pederastia)…
Lo peor es que esta izquierda cegata, sectaria y feminizoide sigue dejando a un lado el tema de España como nación única, se lanza a fomentar los separatismos históricos bajo criterios absurdos, que llevan a la división y nunca a la unión, que debilitan más que refuerzan, que en realidad serían beneficiosos solo y únicamente a un sector económico y social muy determinado. Lo aprendido en Cataluña durante la guerra civil, con su guerra civil catalana en primer término, no se recuerda y, sin embargo, sería muy recomendable volverlo a recordar. La izquierda vuelve a abandonar el territorio nacional y patriótico, el sentido de España, en favor de quienes se sienten los guardianes y ejecutores de las esencias y se alzan únicos defensores y representantes. Siempre el mismo error.
La izquierda cegata y utópica le proporciona material inflamable a esa derecha que solo quiere que sus ideas preconcebidas se les carguen de argumentos, de razones, para así mostrarlas y ganarse la audiencia y el aplauso (como le pasó inicialmente a Unamuno), aunque a la postre solo sean las de siempre. Su ruido se va haciendo notorio; su influencia, también.
La Segunda República se encaminó trágicamente a su propio fin, por no saber administrar sus ideas y recursos; ni argumentar y practicar un ideario que acabase con las dos Españas. No hay pues que resucitar al muerto.