Por Fernando Sánchez Resa.
Hace tiempo que enviudé y desde entonces es cuando más he sentido esta triste y sonora soledad, aunque he tratado de paliarla de diferentes maneras. Soy de la generación de las que pensábamos (y así actué en consecuencia con mis progenitores) que teníamos la obligación y el deber de cuidar a nuestros padres en su vejez por todo lo que habían hecho por nosotros, dándonos la vida, cuidándonos y educándonos; y de las que creía que cuando llegase a esa etapa final de mi vida serían mis hijos los que harían lo propio y esperado (mejor hijas, aunque suene a machismo actualmente, pues la realidad supera la ficción, por aquello que dice el sabio y experimentado proverbio: “Madre e hija caben en una botija; suegra y nuera no caben en una era”). Pero me equivoqué…