Papá estado

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

El estado del bienestar, ideal perseguido acorde con el desarrollo europeo tras la segunda guerra, ha sido deseado por los estado democráticos y especialmente los que han tenido una fuerte influencia socialdemócrata o un cierto consenso entre estos y los de la derecha.

Se consideró y se debiera seguir considerando que obtener este estado de bienestar afectaba positivamente a todos los estratos sociales, logrando el equilibrio entre los mismos, evitando fricciones innecesarias y logrando así la paz social. Ejemplo de ello durante bastantes décadas lo constituyó Suecia.

Se alcanzaba así el consenso necesario para mantener un desarrollo sostenido con efectos supuestamente positivos y consecuencias y beneficios para todos, tanto trabajadores como capitalistas. Todos ganaban.

El trabajador tenía más o menos asegurado un puesto de trabajo, un empleo, en la seguridad de su continuidad, de sus retribuciones y en la evitación de vaivenes y alteraciones excesivas. Seguridad para él y su familia.

Si lo anterior no se cumplía, el trabajador tiene recursos legales, pues existen leyes al respecto, para defenderse por sí o por medio de los sindicatos. Además, y esto es importante, se le dotó a la clase trabajadora de unos servicios de protección social destinados a amortiguar o sustituir las consecuencias indeseadas del funcionamiento del sistema (o su falta de funcionamiento) y también de las situaciones tanto personales como laborales en forma de seguridad social, pensiones, sanidad, etc.

El capitalista, en un ambiente social razonable, vio prosperar sus negocios e inversiones de forma más o menos sostenida, sabiendo que de los beneficios que obtenía, al menos una parte no demasiado significativa, tenía que destinarla a los trabajadores, en aras de mantener el sistema de previsión social y los fundamentos del estado del bienestar.

Lo anterior no surge de la nada; hace falta dinero para mantenerlo, dinero que se obtiene vía impuestos y vía cotizaciones salariales o empresariales.

Por desgracia, entender que ello es necesario y necesaria la aportación de todos es duro de admitir y cada vez se ejercen más resistencias en contra (en especial cuando caída la URSS se creyó que el fantasma comunista se había alejado) y por ello ese consenso social ya no hacía falta, ni falta el cumplir con sus obligaciones. Se rompió ese contrato tácito y se procura eliminar sus anteriores efectos. El capitalismo actual entiende desde hace años que no está obligado a ello. En su búsqueda única y compulsiva del beneficio como fin supremo, ya no considera que deba contribuir al estado del bienestar, especialmente si ese capital procede de inversiones no productivas (meramente especulativas) que pueden prescindir del sector obrero.

Al romperse así el consenso social, se rompe la situación de equilibrio y, de inmediato, se apela al Estado (o las diferentes administraciones) para que sea el mismo quien supla y se haga responsable de mantenerlo. Se carga sobre el Estado la parte que debiera corresponder al capital y, por su parte, el Estado, para obtener los recursos necesarios, los requiere y detrae de las aportaciones del trabajo. Resulta así que hoy por hoy es el trabajo el que cubre casi el 90% de lo recaudado.

Lo peor es que se da por normal y admitida esta situación y se trabaja poco por remediarla. Y no solo el capital se zafa de sus obligaciones impositivas sino que, ya decidido a la ruptura social, obtiene normas y leyes que le benefician económicamente -laboral y socialmente también-, siempre bajo el horizonte de la obtención del máximo beneficio. Ya es norma la precariedad laboral. Consecuentemente, al Estado se le piden más y más prestaciones y se cae ya en la trampa de creer que es el Estado, y no los actores sociales, quien debe asumirlo casi todo. Se fundamenta así el intervencionismo estatal hasta en sus últimas consecuencias y esta tendencia ya establecida lleva a pensar que el bienestar social es cosa única de las instituciones públicas (o privadas, a veces, si se dedican a ello).

Lo anterior deriva en el irremediable “gratis total”. Y nada de lo que se da gratis se estima ni se agradece; antes bien, se termina considerando obligatorio.

Dos aberraciones, pues; se admite la existencia del capitalismo depredador como cosa inevitable, fundamentado en las sacrosantas e intocables “leyes del mercado” (que se han demostrado como solo justificación de los abusos realizados) y así no se cuestionan las ganancias, pero sí que se afirma la asunción obligatoria del poder público de las obligaciones del estado del bienestar (incluidos los servicios de los que se benefician todos) y, como he indicado, se llega a la aberración de considerar una obligación el aplicar la gratuidad total (e indiscriminada y por ello injusta); ejemplo de ello es establecer la fórmula de “sanidad universal”, que garantiza esta asistencia “urbi et orbi”, pero que es financiada solo por los cotizantes catalogados, lo que permite no el uso necesario y humanitario, sino también el abuso de ciertos sectores que, en principio, no aportan nada al Estado.

Nada de lo anterior lleva a un buen final. La brecha económica y social se hace cada vez más grande en una deriva catastrófica, pues no puede mantenerse esta tensión indefinidamente. Pero tal vez, si se quiere, se puede estar aún en tiempo de enmendarlo.

Se echan manos a la cabeza algunos (por medio de sus voceros) ante la posibilidad de reajustar estos desequilibrios manifiestos. Que esos reajustes han de pasar por variar tasas e impuestos; en la dirección de pedírselos a quienes más tienen y obtienen, se debería considerar lógico y luego, por ley, legítimo. Que las sociedades (especialmente las anónimas) aporten en orden a sus actividades reales y a sus ganancias comparativamente, al par que las del trabajo deberían ser diáfano. Que las rentas activas y convertibles paguen según su beneficio comparadas y al par que las del trabajo es justo. Que se trabaje por aflorar la economía sumergida (muy importante) sería fuente inapreciable de recursos.

Y también, el llevar en corto a quienes se benefician del sistema para, sin aportar nada al mismo ni hacer por donde, obtener sus ventajas, exigirlas y, desde luego, clamar por el “todo gratis”. Pues tanto defraudan en sí los unos como los otros.

El capitalismo salvaje genera mucha riqueza para algunos y miseria para otros. El mal entendido socialismo (comunismo, al fin y al cabo) lo hace igualmente.

Lo que escribo, con harta frecuencia y a lo largo de decenios (o de siglos) ha demostrado sus virtudes y sus defectos. Cuando se procuró paliarlos, se logró una mejor vida y convivencia social para todos. No seamos necios, echándolo todo a perder.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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