Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3. La impaciencia de Gálvez.
De pronto cayó en la cuenta de que antes de salir debía hacer gala de unos modales refinados. Decía Roderas que “La calma comunica paz y la prisa levanta sospechas”. Le dijo a Barroso que le gustaría despedirse de su esposa antes de marchar, y recordó que en menos de una hora llegaría el notario a la oficina, pero que antes debían recoger al propietario de los terrenos.
―Por cierto, le he pedido a nuestro agente de seguridad que nos acompañe para el traslado del dinero, porque usted y su esposa quizás quieran venir con nosotros.
―Muchas gracias, pero en esta ocasión iremos en mi coche. Así se ahorran la molestia de traernos de regreso.
―Eso no sería molestia, sino todo lo contrario ―respondió Paco, adoptando un aire versallesco y misterioso a la vez―. ¿Nos permite una llamada, por favor?
―Por supuesto; ya les he dicho que están en su casa.
Fandiño llamó a Gálvez para decirle que se retrasarían unos minutos y, al terminar, le comentó a Paco alguna cosa que Barroso no escuchó, porque a él solo le interesaba saber cuándo empezarían las obras del hotel.
Portela no encontraba la manera de salir de allí. Suponía que Loli y Martini debían de llevar bastante tiempo en la discoteca, y por su cabeza pasaban las ideas más disparatadas. No quería ni pensar en lo que ocurriría si Gálvez llegaba a barruntarse el engaño. Los dos se encontrarían solos, sin nadie que los defendiese del viejo policía. Pero, aunque aquello se pusiera feo y consiguiese que confesaran, bajo amenazas, por nada del mundo los abandonaría. La suerte que corriesen ellos correrían los demás.
A una indicación suya, Ezcurra cogió la bolsa; le recordaron al matrimonio que a las doce les esperaban en la oficina; se despidieron y, una vez en la calle, respiraron tranquilos. Guardaron la bolsa en el maletero del coche y, poco después de las once, aparcaban frente a la discoteca. Al cruzar la pista de baile, vieron a Loli subida en una escalera plegable, y a Martini que la sujetaba con los ojos clavados en las piernas de la muchacha. Estaba descalza y, siguiendo los consejos de Martina, se había puesto una pequeñísima minifalda, una camisa sin mangas y un pañuelo atado a la cabeza. Martini llevaba un mono azul marino, con el logotipo de la empresa de limpieza en la espalda, y una gorra de visera que le tapaba la frente. Con la barba, las gafas y aquella pinta, no lo hubiera reconocido ni su padre. Se cruzaron unas miradas de complicidad; Portela recibió el mensaje de que todo transcurría tal y como habían planeado y, con mucho disimulo, le indicó que en unos diez minutos empezaba la acción. Gálvez estaba furioso, impaciente, como una fiera enjaulada, dando grandes zancadas por el despacho con un puro en la boca.
―¿Quién es este? ―preguntó, al ver a Ezcurra con la bolsa y el pistolón—.
―Un agente de seguridad ―respondió Portela―. No pretenderá que vayamos por ahí con tanto dinero, sin armas ni protección.
―¿Está todo?
―Compruébelo usted mismo.