Tormentas

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Juegan las nubes con la luz, con el sol, con el azul celeste que apenas se deja entrever, porque las nubes son caprichosas y lo celan en un –cu, cú, ¿dónde estoy?– caprichoso y variable. La primavera del 18 se comporta como debiera haber sido siempre una primavera, que ya casi habíamos olvidado dado el imperio de la pertinaz sequía del anticiclón.

Caen chaparrones dispersos, a veces verdaderamente furiosos, y otras veces el agua celeste cae con cierta timidez, con mansedumbre. Poco a poco, creemos recordar los tiempos en que la primavera era primavera y las tormentas aparecían a su debido tiempo, arrastrándolo todo.

Es inestable la meteorología y más inestable es su pronóstico, con lo que nos atenemos los más cazurros a aquello de “Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo”. Y así, al menos, conjuramos lo inevitable.

De vez en cuando, este juego de luces y sombras nos proporciona espectáculos hermosísimos, en amaneceres esplendorosos o en atardeceres de película. El declinar de la tarde, cuando se arrastra por las lomas, se hunde por los surcos del valle y resiste por las crestas de las sierras; si cuenta con las juguetonas nubes, proporciona tal sinfonía de colores y de contrastes que el espectador, por poco sensible que sea, no puede más que sorprenderse.

La tarde en el Valle del Guadalquivir es proverbial, cosa única en sí misma. Es uno de los monumentos existentes en la zona y en las dos ciudades patrimonio que se debiera promocionar, cual palacio renacentista del conjunto histórico-artístico.

He conocido también atardeceres en el entorno de la Sierra de Guadarrama, de una belleza singular. Allá, el sol esparce sus rayos a la manera bíblica, como si la deidad suprema nos advirtiese que es el hacedor y el dador de todas las cosas; y, así como selecciona las zonas de sombra y de luz, las que quiere bendecir o maldecir, así las zonas reciben o no las solares radiaciones. Y, en el cielo, los bordes ardientes de los retazos nubosos o sus panzas negruzcas y amenazantes, que pueden descargar agua como si el Mar Rojo se desplomase cerrándose –que no abriéndose– sobre nosotros.

Y allá, el enorme símbolo de la megalomanía de un general pequeñito, burla entre sus compañeros que, sin embargo y por la fuerza del rencor y la venganza, se impuso con mano dura entre sus pares y, sobre todo, el que quedaba abajo. Allá se ve, al fondo, inevitable sentir de su presencia, en evidente conflicto y enfrentamiento con aquel monasterio real, también creación de otro impotente mental que así creyó, pobre soberano, que compraría el perdón y la entrada en el paraíso prometido.

Uno, un monarca que nunca pisó un campo de batalla, porque otros las hicieron por él y sus desatinos; otro, un general que sí los pisó con la ambición de obtener poder y una cruz laureada (que otros ya habían ganado), aunque fuese a costa de enviar a la muerte a miles de soldados, propios y opuestos.

La gran cruz está iluminada desde el amanecer y brilla su granito insolente hasta que la noche la consume. No obstante, su perfil se recorta por encima de la cresta de Cuelgamuros.

Las nieves marcan la retirada del invierno, pero se resisten a dejarnos.

Los antiguos neveros muestran sus blancas manchas. El agua en que transmuta el frío va discurriendo por los senderos de la vida natural, tropezando en su discurrir, dudando, desviándose a veces del camino recto, avisando que la vida va con ella en un murmullo gracioso y agradable. Así lo entienden quienes de ella dependen y se lo agradecen pasando por sus aledaños, visitándola, bebiendo de sus caudales limpios por poco tiempo, creciendo en su vera flora y viviendo fauna que todavía tiene sueños de un tiempo en que la vida era simplemente vida, con su correspondiente lucha por vivirla.

Lucha cruel, a veces, que no contemplaba misericordia, salvo la que ordenaba el concierto del ciclo natural. Lucha que ahora se troca en casi imposible, porque el ser humano (dicen que ya estamos en la era geológica del antropoceno) se erigió en dueño y señor; según algunos, por mandato divino; y según otros, por mera ambición. Tergiversada natura, tergiversado todo.

Apenas baje el agua alegre y confiada, liberada de sus corsés de hielo, a los valles próximos, de inmediato será otra vez apresada. No solo apresada; será ensuciada, contaminada, encarrilada por acequias, canales, tuberías, bombeada con fuerza para que alcance cotas a las que le sería imposible subir, pues de su natural es el ir bajando hacia la mar, para servir al señor de todo: al hombre.

La pertinaz sequía del general beato, que tanto le asustaba porque sobre ella no tenía poder alguno, aunque sus curiales se empeñasen en realizar ritos de oculto sabor prehistórico, machacaba las tierras sedientas que los orgullosos hombres destinaban para su supervivencia. En cuanto a la naturaleza lejana, la de los anticiclones y borrascas, la de los temporales entrando en cascada por el oeste, se mostraba terca el pobre humano; se encontraba, y se encuentra todavía, a su merced. Por ello, dicen, se empeñó el general en domeñarla y ultimó o mandó construir represas y pantanos con fines de acaparamiento energético (pues el servicio a la sedienta y siempre demandante agricultura, lo hubo en ciertas zonas y en otras se escamoteó para beneficio de las empresas eléctricas). Bendiciones inaugurales en imágenes de blanco y negro, nodo como testigo de cargo.

Este año tenemos una primavera como mandan los cánones y no hacen falta ni rogativas ni otras gaitas, aunque la oportunidad administrativa siempre va tardía; y en Andalucía se lanzó el decreto oficial de sequía, cuando ya aparecían las primeras gotas salvadoras. Para darles una medalla.

Surcan los cielos aires de tormenta. Acá, en la tierra hispana, a ras, también aparecen otras tormentas producto de la estupidez y del latrocinio humano. Pero estas sí que son evitables e incluso superables; mas hace falta, y de ahí el problema, la intervención de los dioses. Como en los tiempos clásicos: dioses y héroes. Carecemos de ellos; ya no se estilan los viejos recursos épicos. No hay más que ramplonería y bajeza.

Por eso, hay que terminar mirando alto, a los cielos tormentosos y sublimes en su magnitud. Hay que seguir temiendo al poder de la naturaleza, que todavía no hemos terminado de domar. Hay que seguir sintiéndonos pequeños y vulnerables para así poder comprender y disfrutar de las cosas que nos rodean y superan, en un acto de humildad constructiva.

Y hay que seguir teniendo esperanza.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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