Por Fernando Sánchez Resa.
Era un sábado abrileño, templado y con el sol enhiesto (día 22, para más señas), cuando Félix e Irene -o Irene y Félix, que tanto monta- tenían citados a una escogida cohorte de familiares y amigos, nacionales e internacionales, en el corazón de la provincia del Santo Reino, para que fuesen testigos de su unión matrimonial.
La belleza de la novia resaltaba por el natural lucimiento de su sencillo y discreto traje nupcial, con su suave tonalidad cremosa, y con su larguísimo velo, (que hubo de ser ayudada, una y otra vez, en la iglesia…), y gracias a su simpatía natural; así como el peinado a lo griego que realzaba su personalidad amigable. La Basílica de Santa María de los Reales Alcázares fue la lujosa protagonista ambiental que se encontraba preparada para que, a las 13 horas, se celebrase la boda anunciada.
Con holgada antelación se presentó el novio, con la madrina del brazo, y allí estuvieron esperando, pacientemente, a que apareciese, al fondo del templo, la guapa y radiante novia que iba del brazo de su orgulloso padre; no era para menos… Como yo tenía idea de hacer un reportaje gráfico especial, como regalo personal a la novia, llegué con cierta anticipación para coger buen sitio en los primeros bancos de la iglesia, por lo que no tuve la suerte de verla bajar del coche nupcial y atravesar el desnudo y gótico claustro que da acceso a la iglesia mientras que el sol, ya en pleno apogeo, iría buscando iluminar su belleza y simpatía naturales.
La novia apareció al fondo del templo con relativa puntualidad y todos quedamos contentos; especialmente, el novio cuando comprobó que la espera no había sido demasiado larga, ni tediosa. Una pareja de violines, colocados a la derecha de los contrayentes y padrinos, iba a amenizar toda la celebración religiosa con sus acertadas interpretaciones, que por clásicas y/o religiosas y tan bien escogidas, a todo el mundo sonaron bien y mucho agradaron (Canon de Pachelbel, Ave María de Schubert, etc.); realzando, aún más, los sentimientos y las emociones que todos barajábamos en aquellos momentos.
La misa adelantada del domingo se fue entreverando con la propia celebración de los esponsales católicos, comenzando por las dos lecturas, enternecedoras y bellas, que hicieron perfectamente sendos amigos de los novios: Primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios y el Salmo 102 (El Señor es compasivo y misericordioso); y que pusieron miel sobre hojuelas a lo que todos sentíamos y queríamos: que Irene y Félix se sintiesen dichosos y se casasen, ayudados por sus formularias y protocolarias palabras; y que todos fuésemos testigos de su sincero amor.
Luego, el sacerdote aprovechó la ocasión para hacer prédica cual catequesis práctica de lo que es ser cristiano, lo que significa el propio casamiento y cómo se iba a celebrar el rito religioso; saliéndose, a veces, por los Cerros de Úbeda (a mi humilde entender, claro), pues fue divagando sobre otros asuntos mundanos y políticos, tan alejados de las mentes de los invitados y, especialmente, de los contrayentes, que estaban a lo suyo: certificar su casamiento, sentirse felices y contentos, aprovechando el irrepetible momento. ¿A qué pedir más que estar enamorados y unidos durante toda la vida, como pide la Santa Madre Iglesia, y esperando que la salud y Dios los acompañen siempre?
Fotos y vídeos no faltaron en toda la celebración, tanto religiosa como civil, siendo fielmente ejecutados por la pareja de fotógrafos contratados (y diversos invitados) que aprovecharon todo momento y ángulo apropiado para dejar constancia de lo que allí se estaba produciendo: un acontecimiento importante, especialmente para Félix e Irene y sus respectivas familias y amistades.
Después, ambos contrayentes, una vez finalizada la misa y el casamiento, se fueron hacia la sacristía para firmar los documentos de la boda con nuevos testigos; y a su salida, fueron hablando y recibiendo parabienes de todos los que se les acercaban a besarlos y abrazarlos; por lo que se demoraron parsimoniosamente, entreverando múltiples fotos de postal, tanto de la remozada iglesia como del claustro gótico, tan característico, con risas y momentos dulces.
La salida del templo de los recién casados, tan esperada siempre, sirvió de excusa para que los más aguerridos y jóvenes invitados lanzasen a los novios el preparado arroz, mientras ellos se defendían como podían de la lluvia de deseos blancos que impactaban en sus cabezas y cuerpos, provocando estampas simpáticas y dando una mayor luminosidad a la mañana y al entorno monumental de nuestra ciudad patrimonial que, estoy seguro, permanecerá en el recuerdo de todos los que por allí anduvimos. Los novios (y algunos acompañantes) fueron haciéndose fotos en diversos lugares de esa irrepetible plaza renacentista hasta que aparecieron Irene y Félix, al buen rato, en el parador de turismo, para brindar, como es tradición, a la entrada del patio y ante la expectación de los invitados y algún que otro turista autóctono o extranjero que no quiso perderse la ocasión de quedar admirado, observando a una guapa novia que ha sido conquistada por el amor de su vida.