Por Fernando Sánchez Resa.
Habiendo estado un par de veces en la recreación del tránsito de san Juan de la Cruz, en su Oratorio de Úbeda (aunque apretujado y de pie, entre el mucho público asistente; o incluso en la misma puerta del zaguán), la noche del 13 al 14 de diciembre de 2016 no quería perdérmela, pues se cumplía el 425º aniversario de su muerte en nuestra ciudad y pretendía emular a otros ciudadanos ubetenses y foráneos (que tuvieron mucho más mérito que yo, desplazándose desde Málaga, Sevilla, Segovia, Ávila…). ¡Es tanta la admiración y devoción que despierta nuestro excelso y santo poeta!
Por ello, sabiendo que habría mucho público, en esa noche tranquila y sosegada, me fui (con dos horas de antelación) a las puertas del Oratorio San Juan de la Cruz; por lo que, lógicamente, llegué el primero, pues quería ser testigo directo del milagro que se iba a producir. Gracias a ello, pude conseguir un lugar preferente, a cambio de estar bastante tiempo padeciendo el frío que hacía en la placita iluminada y solitaria ‑en donde se halla el Oratorio‑, una vez acabado el triduo en honor de san Juan de la Cruz en la iglesia de San Miguel. Después, vi desfilar a los integrantes del Grupo Polifónico “San Juan de la Cruz” y a los intérpretes del tránsito a celebrar.
Nada más abrir la puerta del Oratorio, tres cuartos de hora antes de las once de la noche, que era la hora programada para empezar el evento, penetramos ansiosamente todos los que estábamos aguardando, comprobando que habían quitado los bancos de madera, cambiándolos por sillas negras metálicas de tijera para provechar más el espacio y la masiva afluencia de público que todos los años se produce. Al tomar asiento, tuve la suerte de estar bien acompañado, pues dos bellas y galantes damas me hicieron la espera, el tránsito y el posterior ágape mucho más provechosos. Había cogido un lugar privilegiado: junto al catafalco permanente de san Juan de la Cruz, pues pretendía fotografiar y grabar en mi móvil (y en mi frágil memoria) todo el acto, sin que se me escapase ningún detalle, con el fin de elaborar un artículo que me sirviera de recordatorio permanente, pensando hacerlo extensivo a los amables lectores de esta página web safista (http://www.aasafaubeda.com/), a la que tan amablemente acuden, cual venero cultural, en busca de información interesante y atractiva.
Prontamente se llenó el local, de manera que a las diez y cuarenta y cinco ya no cabía ni un alfiler; por lo que, llegadas las once, se cerró la puerta exterior, dejando la cancela abierta para que cupiese más gente, no sin sentir las protestas airadas de algunos turistas o visitantes que querían asistir al acto y que habían llegado demasiado justo o tarde.
Puntualmente, comenzó la esperada celebración civil‑religiosa, consistente en representar la vida de los últimos meses y días de fray Juan de la Cruz, hasta su subida “a cantar maitines” al cielo.
Tres personajes masculinos, colocados frente al público, ante el altar, representaban sus diferentes papeles: el narrador; san Juan de la Cruz (encarnado, este año, por el afamado y admirado padre Carlos, con su hábito carmelitano; siendo yo enterado por una de mis acompañantes que siempre le llamaron “El padre cantarín”; que fue el fundador/promotor del Grupo Polifónico “San Juan de la Cruz”; y que esa noche, una año más, estaba sentado a sus espaldas); y un actor que representaba a varios personajes claves en la vida del santico de Fontiveros (padre Alonso, doctor Villarroel, padre fray Crisóstomo ‑prior, por aquel entonces‑…).
El Grupo Polifónico “San Juan de la Cruz” supo divinizar los textos de nuestro poeta universal, musicalizándolos sabiamente e intercalándolos entre desgarradores y descriptivos textos, leídos por los tres participantes, consiguiendo que cada asistente se elevase anímicamente, cual éxtasis místico, gozando de su entrañable encanto y sabor melódico.
El atónito y atento público fue enterado de las vicisitudes que pasó nuestro “medio fraile” (en palabras de Santa Teresa), que ya estaba enfermo en La Peñuela y que quiso venir a morir aquí; aunque podía haberse ido a Baeza, donde se le conocía y quería más, y seguramente hubiese sido mucho mejor tratado; mas él eligió pasar “su último calvario”, con tal de alcanzar “el cielo de los justos”, pagando el portazgo necesario que todo santo ha de donar, si quiere llegar al empíreo cristiano.
En el denso texto, tan bella y fielmente recitado, estaban los pasajes finales más importantes de su vida, incluidos los personajes y situaciones más destacadas que rodearon a Juan de la Cruz en nuestra ciudad: el médico Villarroel, que quedaba admirado de cómo el enfermo no se quejaba de su trabajo médico; el buen olor de sus vendas enfermas; la desazón de sus coetáneos y compañeros monjes que veían cómo el padre superior lo castigaba mediante injusto trato, aunque, finalmente, se arrepintiera; el pueblo de Úbeda, que hasta en sus campanadas finales ya lloraba su ausencia, cuando llegaron las doce de la noche… Así ocurrió esa noche santa en la que yo asistí, ya que sonaron nítida y claramente, a media noche, las campanas del convento carmelita, cual heraldo celestial, anunciando que san Juan de la Cruz lleva 425 años gozando del descanso eterno y de la presencia del Altísimo.
También fue digno de resaltar el juego de luces, alternado con una oscuridad total, para acompañar al texto que tan profesionalmente leían sus intérpretes, acompasándolo al momento de su muerte, en la que una luz de linterna, con todo el recinto apagado, iba simulando que el alma de nuestro santo había dejado su cuerpo terrenal e iba migrando, lenta y serenamente, hacia el paraíso; haciendo escala en los diferentes santos y vírgenes del altar hasta llegar a su cénit.
Así pudimos presenciar, durante una hora justa, un digno espectáculo poético, musical, histórico, religioso…, tan característico y genuino de nuestra amada ciudad, que a pesar de tener pocas reliquias del santo, pues fue robado y llevado a Segovia, según nos cuenta magistralmente Miguel de Cervantes en el Quijote, se identifica más que ninguna otra ciudad con el santo carmelita descalzo por excelencia, pues aquí siempre se puede aspirar el hálito de santidad que nos dejó un día como el que yo he descrito, pero de 1591.
Y para finalizar, los padres carmelitas, tan amables como siempre y por mor de su prior, Fernando Donaire, nos invitaron a un dulce y cálido chocolate, entreverado con un delicioso y exquisito bizcocho (elaborados por las santas y laboriosas manos de las Carmelitas Descalzas de la calle Montiel de Úbeda), en el amplio comedor del convento. Allí, recibimos el goloso premio por haber asistido a este peculiar y maravilloso acto, teniendo la oportunidad de ascender (doblemente; y en la misma noche) al gélido cielo terrenal ubetense; pues sí, ya con el tránsito, nuestro espíritu había ascendido hacia lo más alto; cuando las luces se encendieron, tras la finalización de la teatralización, y fuimos caminando hacia su monacal refectorio, nos vimos sorprendidos con una nueva subida al culmen de los sabores, degustando ambos deliciosos manjares. Hubo tal gentío, que los últimos asistentes solamente pudieron probar el chocolate y no el bizcocho, pues éste se había acabado cuando ellos llegaron.
Y tras las distendidas charlas y fotos de rigor, con el cuerpo y el alma plenos, retornamos a nuestros cálidos hogares, en esa noche dulce y nemorosa, mientras otros muchos ubetenses permanecían ajenos a este crucial evento, que todos los años podemos recordar mediante esta bonita y ejemplar historia, que nunca deberíamos olvidar, todo ello gracias a la amabilidad, la presteza y la bondad de “Los frailes”, que es como popularmente se les conocen por estos lares.
Úbeda, 16 de enero de 2017.