Por Manuel Jurado López.
V
La memoria incendiada,
enloquecida, hecha polvo:
pavesas por los aires,
un castillo de fuegos,
los libros humeantes,
volátil testimonio
que acaba en el olvido.
VI
Los poetas menores
-vagas luces homófonas-
tienen mucho de santos
de compañía,
humildes legos,
líricos sacristanes
con hábitos raídos
por la tijera seca de la rima:
sin un hermoso verso.
VII
Tras la lluvia: las hojas,
los ramajes quebrados,
las islas como pétalos,
el aire que destila
un tiempo milagroso,
como un aceite pálido
o un leve manto malva
para envolver la tarde.
VIII
El tiempo no es la historia de la historia:
es un silencio lento y prolongado,
analfabeto y ágrafo,
perverso vínculo
que atribuye la luz a la ceniza
y la ceniza a un fuego de palabras,
porque las olas vuelven a nombrarte.
IX
El viento siempre acoge:
la arena, los chubascos,
los restos de la espuma,
los diminutos pájaros
que vuelan como insectos;
y las locas cometas
con los hilos perdidos
de seda azul cobalto.
X
Acerca al corazón
la mano de la lluvia
y escucha su goteo
de perlas o ciruelas
pequeñas, como lágrimas
que se hacen archipiélagos.