“Alemania, año cero”

Por Fernando Sánchez Resa.

En aquel jueves, 27 de noviembre de 2014, de tan honda huella en los que hemos ejercido la docencia durante tantos años (cuando aún san José de Calasanz era nuestro santo patrón, antes de que su día festivo se transmutase en los movibles santos laicos‑políticos de los diferentes gobiernos democráticos), nos disponíamos a visionar la última película de Rossellini de este interesante y crudo ciclo: Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948), en versión original italiana, con subtítulos en español (que volaban que era un susto) y cuyos primeros fotogramas casi resumen el argumento…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya, en pleno otoño, y una vez reunidos los incondicionales de siempre, Andrés explicó lo más interesante de este filme. Dijo que a él le impresionó más esta película que la que habíamos visionado la semana anterior (Roma, ciudad abierta), que ya de por si era impactante; en donde se muestra la vida de Edmund, un joven alemán de 12 años, que vive en propia carne y en su familia, lo que supuso la pérdida de la segunda guerra mundial de su país a manos de los aliados. Edmund es un niño de la guerra que irá madurando y creciendo al ritmo de la ciudad y se encuentra en la encrucijada de su vida: sin dejar de ser un niño, le ha tocado comportarse como hombre maduro. Y, en su mente, se mezclan sensaciones extrañas y muy contradictorias: su familia le trata como a un niño, pero tiene que mantenerla a duras penas; mientras el mercado negro, el racionamiento y el trato con los ocupantes aliados decoran el fondo de esta emotiva película. Otros personajes principales ayudan a conformar la historia que se cuenta: su hermano que, al ser un ex soldado nazi refugiado, no puede ayudar a mantener a la familia; su hermana, que es una mujer que sale por las noches con la única intención de vender algunos cigarrillos; y su padre, que es un hombre enfermo y no cesa de maldecirse a sí mismo por la carga que supone a su familia. Pero la trama gira en torno a Edmund y sus penalidades: trabaja para conseguir una cartilla de racionamiento, vende objetos por la calle, un ex maestro abusa de él y mil penalidades llevan la historia a un desenlace trágico, como es costumbre en las películas neorrealistas.

 

 

 

 

 

 

 

Para las féminas que estaban en la sala y demandaban, una vez más, un giro en la temática de las películas o ciclos que se exhiben en el cineclub “El Ambigú”, Andrés les hizo un guiño, anunciándoles que la semana siguiente estrenaríamos una comedia (Ser o no ser, de Enrst Lubitch), que serviría de revulsivo animador para ese sufrido público que ha tenido que soportar este ciclo guerrero de Roberto Rossellini, tan crudo y negro, cuando por su edad ya demandan solamente películas alegres: dulces comedias con finales bonitos y divertidos que les hagan llegar a la cama llenas de ilusión, aunque sea autoengañándose de la realidad de la vida…

 

 

 

 

 

 

 

Está grabada en Berlín, nada más acabar la contienda bélica, y es un documental fidedigno de cómo quedó casi totalmente destruida la capital de Alemania, tras seis años de guerra, siendo un amasijo de escombros y fantasmagóricos edificios, donde malvivían, tras una aniquilación casi total de su hábitat, los perdedores de la guerra y donde se mascaba la cruda realidad cotidiana que les ahogaba. Allí, Rossellini, frío y directo, muestra los nuevos inicios de una ciudad destruida, pero no muerta, puesto que la vida sigue y el movimiento ya está presente, como lo demuestra con el funcionamiento continuado de sus tranvías. Es otra filmografía más, que muestra las múltiples y amargas caras del vil enfrentamiento armado, como cine comprometido con la realidad histórica.

El cineasta Rossellini dota a este filme de virtudes que lo hacen más meritorio y aleccionador: imprime un magnífico ritmo al compás de la obra; entrecruza diálogos, personajes y acontecimientos que se mueven con agilidad; muestra la sinceridad que está impresa en cada una de las imágenes plasmadas en pantalla, desde el rostro de ese joven muchacho angustiado hasta los motivos que rodean la actuación de su hermano mayor; remarca las nefastas consecuencias que tuvo la guerra: la devastación de las ciudades, el desesperado intento por salir adelante tras todo aquello y el ambiente enrarecido que se respiraba en las calles.

El cine italiano de aquella época se caracterizó por el uso del tono documental y el realismo extremo. Estas películas servirían de modelo para los cineastas que crearían en Francia la Nouvelle Vague y en Inglaterra el Free Cinema, tratando todos de manifestar su descontento ante una Europa que era sacrificada permanentemente por políticos e ideologías extremas.

La cinta es una radiografía de una familia y de una ciudad (Berlín), que vive destruida y tomada por los aliados y sus viejos fantasmas alemanes que, como viene a decir (más o menos) el padre enfermo de esta familia: «Si antes hicimos la primera guerra mundial y salimos malparados, ahora, en la segunda, no pudimos quitarle a Hitler el poder que tenía sobre nuestras familias e hijos para movilizarlos; y luego, al perder la guerra, nos tildaron de nazis (a todos los alemanes), cuando muchos no lo habíamos sido, ni habíamos podido rebelarnos contra el omnipotente poder del Führer». Resulta, en fin, que mediante este inolvidable discurso del padre a su hijo mayor, el gran Rossellini predice el camino que el pueblo alemán va a tomar hasta llegar otra vez a lo que es hoy: un gran país del que tanto tenemos que aprender.

El final no fue el que todos esperábamos, aunque se veía venir por el transcurso de la historia de este muchachito que es el alma de la familia y su personaje principal; pero que es víctima de su propio destino y soledad, puesto que casi nadie está dispuesto a ayudarle cuando más lo necesita. Roberto Rosselini pone el punto de mira en el sufrimiento del ser humano, desde el bando de los perdedores, derrotados por unas circunstancias que los obliga a pagar por culpas ajenas. Y es que, desgraciadamente, las consecuencias de una guerra suelen ser, en la mayoría de los casos, las causas de otra.

Tan tristes quedamos todos, que el acostumbrado aplauso final se produjo tímidamente e incluso algunos nos negamos a realizarlo, pues habíamos sufrido de lo lindo, identificándonos con ese drama personal, familiar y nacional que padecieron los alemanes en las dos guerras mundiales, que vivimos los europeos en nuestro propio continente. Se puede y debe sacar una definitiva conclusión: que las guerras no sirven nada más que para complicar la vida a un gran número de inocentes sufridores que, tanto en el frente como en la retaguardia, padecen las sevicias de los bajos instintos desatados… Pero, como los humanos no aprendemos, seguiremos tropezando en la misma piedra del enfrentamiento armado, continuado. Además, podríamos obtener otra pedagógica enseñanza del pueblo alemán (y que sería bueno no olvidarla): la confianza en sí mismo y en el trabajo arduo y tenaz, para levantarse en la derrota y volver a ponerse en cabeza de las economías europea y mundial. ¡Bonito y esclarecedor ejemplo que otras naciones de la tierra podrían seguir! En definitiva, un corto filme, que todos deberíamos ver, para comprender que las guerras son solo empresas llevadas por nefastos políticos, que no ven más allá de sus egocéntricas ambiciones personales.

Los setenta y cuatro minutos de metraje sirvieron para que pronto marchásemos a nuestros hogares o lugares de tertulia y pudiésemos aspirar la noche invernal ubetense, estando con familiares o amigos a los que contar y comentar lo vivido en aquella recordada noche del antiguo patrón de los maestros…

Úbeda, 3 de agosto de 2016.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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