Por Mariano Valcárcel González.
Creo que nací en una camada abundante, de numerosos hermanitos, cieguitos y torpes. Creo que tuve mucha suerte cuando empezaron a descartar a los recién nacidos y dejaron solo tres, tres que ya tenían adjudicadas personas que se los llevarían. Así son los humanos, que nos tienen a su alrededor desde hace milenios, pero que tratan de controlarnos seguramente para que no lleguemos, algún día, a superarlos.
Éramos de una raza peculiar, sabuesos suizos de patas cortitas, en su país de nombre impronunciable, “niederlaufhunds”, muy dóciles y listos para entender las órdenes. De rastreo y caza en el origen de la raza. Medianos y por ello unos todoterreno tanto urbano como rural. No entendía cómo había llegado a España. Pero ahí estaba.
Sí, en un pueblito más caliente que mi original Suiza, pero me aclimaté rápido, pues mi pelaje no es de tipo lanoso, sino liso. Las calles del pueblo me las conocía al dedillo, que en mis correrías las recorría todas si me dejaban, y sin temor a perderme dadas mis cualidades naturales.
Lo que peor llevaba era estar confinado en un piso, que no era demasiado grande para mi parecer. Así que transitaba por las habitaciones a modo de no estarme siempre quieto, husmeando cosas sabidas y sobre todo las cosas nuevas, lo diferente, lo que alteraba la rutina, fuesen personas, comida o cosas. Mi negra nariz no descansaba. Me tenían un pequeño habitáculo, junto a la salida a la terraza/balcón, para que pudiese acceder al mismo (y creo yo que para mitigar en lo posible el olor a perro que es nuestra identidad ancestral). De la comida no me podía quejar, que, aparte del consabido y rutinario pienso puesto en el comedero, me variaban a veces premiándome con algunos trozos de carne, lo cual me encantaba. Saltaba de alegría demostrándolo. También, en cuanto a mi salud, eran considerados; que mis vacunas y desparasitarios siempre los llevaban al día, y mi identificación y collar. Cumplían la normativa. Y ladraba, ¡vaya si ladraba!
No; yo nunca fui fiero con las personas, ni desagradable. No tenía la costumbre, mala creo yo de otros de mi raza, de ladrarle a todo bípedo (u otro animal) que pasase cerca. Yo, tranquilo a mi interés, que era el que me pudiesen quitar la correa y dejarme suelto, en la seguridad de que siempre volvería a una orden de mi amo. Que uno es perro, pero no es tonto y sabe lo que le conviene.
Alguna vez me trataron de “cruzar” con alguna perra, también de cierto pedigrí, seguramente para poder tener acá miembros de mi rama canina, tan limitada. No llegué a saber si se había logrado tal acople, que yo sí que intenté poner de mi parte en el negocio. Creo que eran otras de las alegrías que a veces me dieron mis dueños.
Tenían, estos, tres hijos. Para ellos siempre fui un juguete que no necesitaba pilas y que, en cierto modo, era autónomo y estaba siempre disponible. Como mis orejas son gachas y largas, me llamaban Orejas y así lo vine entendiendo; que, en cuanto oía «¡Orejas!», allá que me dirigía desde donde vino la llamada. Alguna perrería ‑¡qué paradoja de palabra utilizo!‑ me hicieron, sobre todo los más pequeños, que no sabían distinguir ni calcular todavía lo que se puede o debe hacer, o no, con un ser vivo de verdad. Pero yo lo aguantaba todo conociendo del paño; y pocos gruñidos o ladridos amenazantes salieron de mi boca.
Como es menester, habían de sacarme del piso para mis necesidades y para que hiciese cierto ejercicio. Yo lo esperaba con impaciencia y, si se demoraban, yo lo manifestaba bien clarito; así que uno u otro de la familia tenía que hacerlo. Cuando los hijos se fueron haciendo grandes, y antes de llegar a la pubertad, este paseo era, siempre, causa de discusión y pelea, pues todos querían hacérmelo. Así que el padre impuso, con alivio personal, turnos semanales. Fue una etapa feliz en mi vida, pues contaba y lo notaba con el cariño de los niños y, en realidad, de toda la familia. Para todos tenía yo una carantoña, un cabezazo o un lametón a traición en sus caras.
La vida transcurre feliz cuando tus necesidades están cubiertas y sientes que, además de cubiertas, las tienes aseguradas con colmo. Cierto que lo del piso era molesto; más… Sin tener que estar en el campo, me evitaba fríos, lluvias, garrapatas y bichos indeseables o sorpresas desagradables como otros perros las sufrían: disparos, venenos, atropellos… En fin, que era un perro urbano bien adaptado al medio. Mis correrías por el pueblo me hicieron amigos, chiquillos y adultos, que me veían saltar y corretear por los jardines tras las palomas; por las calles, tras la llamada de mi amo, si me había entretenido en alguna esquina; que me llamaban también y yo acudía sin temor ni malicia a que me acariciaran la cabeza e incluso me dieran alguna chuchería. La gente era buena.
Llegó un verano que sería nefasto para mí.
La familia había crecido. En la familia, se notaban ciertos cambios que yo no lograba entender. Las maneras y modos para conmigo habían cambiado. Había malos gestos, desprecios, acritud. A mí, antaño, a veces me habían montado en el coche familiar y ya estaba acostumbrado. Como otras veces, pues, me subieron al vehículo, también subieron maletas, sombrilla de playa, tumbonas… Salimos a la carretera y avanzamos bastante. Eran tierras nuevas, no vistas por mí. En un momento dado, se detuvieron y aparentaron tener necesidad de aliviar la vejiga; yo también la tenía, así que me alegré que me sacaran. Troté para desentumecerme y luego busqué unas matas donde orinar. Cuando terminé, volví sobre mi camino ¡y allí no estaba el coche!, ¡era imposible que se hubiesen marchado sin mí!, habrían tenido un olvido, volverían al darse cuenta… Dando vueltas por el lugar, esperé y esperé un regreso que nunca se produjo. Empecé a comprender, con mucho dolor, lo que sucedía (ahora sabía por qué me habían quitado el collar)…
Voy vagando por la carretera, a riesgo de que me atropelle un vehículo, tratando de buscar el rastro de mi familia. Solo.