Rajoy

Jesús Ferrer Criado.

Hace ya unos años un grupo de jóvenes teólogos de diversas órdenes religiosas se reunieron en un viejo monasterio de Castilla en una suerte de retiro espiritual que pretendía abordar, desde ópticas diversas, la recurrente crisis de la Iglesia. En el segundo día, se alargó la discusión de forma que se les hizo de noche y, cuando más enzarzados estaban en sus conspicuas y apasionadas deliberaciones, se fue la luz.

Durante unos minutos, guardaron silencio esperando, hasta que la luz se hizo de nuevo. El moderador se dirigió entonces al selecto grupo, inquiriendo con gran interés qué pensamientos habían cruzado sus preclaras mentes durante aquellos minutos de oscuridad. Con ligeras variantes, todos habían reflexionado sobre la contingencia humana, el simbolismo de la luz, el caos, las tinieblas eternas y otros tópicos. Y todos, a ver quién ofrecía una elucubración más elevada.

El moderador, un teólogo venido de Roma, se dirigió entonces al viejo cura, en cuya parroquia se hallaba el monasterio, único motivo por el que había sido invitado a tan selecto cónclave, y le preguntó, no sin un punto de sorna:

—Y usted, señor cura, ¿qué reflexiones han venido a su mente, qué anhelos han ocupado su corazón, qué ha evocado en usted este breve apagón que, quizás providencialmente, ha interrumpido nuestro debate?

—Reverencia; no he tenido tiempo de pensar en nada de eso —se excusó el cura humildemente—; yo he ido a poner los plomos.

En España y desde tiempos inmemoriales, hemos tenido millones de seleccionadores de fútbol, cada uno con el once ideal que convertiría a nuestro país en imbatible vencedor de cualquier competición. Pero, actualmente envalentonados, quizás por los recientes éxitos deportivos, esos veinte o treinta millones de estrategas futbolísticos han ampliado sus competencias y se han hecho, de golpe y sin esfuerzo alguno, jueces infalibles de cualquier pleito, certeros ministros de cualquier ramo y, en fin, expertos especialistas de cualquier cosa: empresa, sindicatos, medicina, seguridad, educación… En las barras de nuestros bares, se reúne un personal competentísimo, penosamente malgastado, y que, puestos en el sitio que merecen por sus conocimientos infusos, elevarían nuestro malhadado país a las más altas cotas de progreso y prosperidad.

Estas lumbreras saben decirle, y se lo dicen, dónde debe ponerse el torero para hacer la faena: «Llévatelo a los medios; ahí, ahí». Nuestro sabio, con su puro y su bota de vino, sentado en el tendido siete, dando órdenes. Y el pobre torero, de pie y temblando, a ochenta centímetros de un toro de quinientos quilos, que quiere ensartarlo porque, entre el picador y los banderilleros, lo han cabreado un poquitín. Desde luego, si no corta orejas es porque no le ha hecho el caso debido al de la bota de vino.

Siempre hemos sido un país de “enteraíllos”; pero ahora, con internet y con ciertos programas de la tele, todos tenemos dos o tres médicos en la familia, amén de expertos catadores de vino, gastrónomos, dietistas, fisioterapeutas y peritos diversos.

Todos “sabemos” de casi todo. Pero, por desgracia, son conocimientos de oídas, sin pruebas y sin fundamento, testimonios de tercera mano, teorías. Dictámenes gratuitos, sin responsabilidad alguna. Habría que parar a más de un sabiondo de esos y decirle, como yo oí no hace mucho: «Cállese por favor. Usted, caballero, no sabe, usted supone».

Me viene a la cabeza un chiste que quizás sea oportuno:

—Coño, Pepe, me he enterado de que te has casado con la Reme.

—No, Manolo, no. A ti te lo han dicho. El que se ha enterado, enterado de verdad, he sido yo.

Se trata, claro está, de diferentes modos de conocimiento, corolario del viejo aforismo: «No es lo mismo predicar que dar trigo».

El próximo 20 de diciembre se celebrarán unas importantísimas elecciones con el futuro de España en juego y participarán, con un protagonismo sin precedentes, jóvenes líderes, aupados por entusiastas juventudes sin miedo al mañana; gente que no sabe lo que es una alpargata rota, ni un pantalón con culeras, ni darle la vuelta a un traje gastado, ni segar bajo cuarenta grados de plomo, ni acostarse sin cenar tres noches seguidas; ni siquiera, lo que era la mili. Jóvenes nacidos cuando ya en España todo el mundo hace tres comidas diarias y no se ve a nadie con los pantalones remendados. Pero son jóvenes alarmados porque, ahora con la crisis, les resulta más difícil costearse la discoteca, los “canutos” y la ropa de marca y no están dispuestos a tolerarlo. Jóvenes que jamás hablan de deberes; siempre, de derechos.

Jóvenes que creen que el futuro está garantizado porque sí y que se puede jugar con él; se disponen a votar fiados en brillantes discursos de universitarios impacientes que ansían dirigir un país sin haber sido antes ni presidentes de escalera. Discursos inflados de promesas fatuas, de proyectos increíbles, de derechos y regalías irrealizables, pero que suenan muy bien. Y sin dignarse contestar nunca la vieja y pertinaz pregunta: Y esto ¿quién lo paga?

Estos jóvenes y fogosos oradores son, concediendo que actúan de buena fe, gente que creen saber, pero que solamente suponen. No obstante, las redes sociales les aplauden y ellos, ufanos, se lo creen.

El eminente filósofo Gustavo Bueno, 92 años, un filósofo de verdad ‑no un principiante‑, declara (EL MUNDO, 8/12/2015) que actualmente el principal problema de España es la estupidez. Rotundo.

La democracia otorga el mismo voto al que se levanta a las cinco de la mañana en un suburbio apartado para trabajar en el otro extremo de la ciudad que al que se queda hasta las diez calentando el colchón. Da el mismo voto al padre de familia que se afana por sacar adelante a su gente que al parásito que vive a su costa sin dar golpe, excusándose porque no encuentra su trabajo ideal: «Papá, es que no hay nada. Si yo quiero trabajar, pero no hay nada»; o «Papá, yo estudiaría pero es que a mí no se me dan los libros».

Las dos Españas. Siempre tendremos, también en esto, dos Españas: la que madruga y la que vegeta, la que afronta sus deberes y la que sólo quiere hablar de derechos, la teórica y la realista, la especulativa y la práctica, la que sabe porque lo ha vivido y la que solamente supone.

Las emisoras de televisión, atentas sobre todo a sus porcentajes de audiencia, organizan debates políticos, teóricos por definición, en los que se valora la telegenia, la soltura, la labia e incluso la indumentaria de los candidatos y parece fundamental determinar un ganador. ¿Qué tiene que ver ese toreo de salón con plantarse de verdad ante los problemas reales de la gente real? El “fenómeno zapatero” debería habernos inmunizado contra la demagogia y los experimentos estúpidos, pero aquí seguimos.

En este viejo monasterio que habitamos cuarenta y tantos millones de frailes, es posible que en los oídos de muchos jóvenes suenen bien algunas soflamas “teológicas” llenas de promesas espléndidas («Sed realistas, pedid lo imposible» y «Debajo de los adoquines está la playa» decían en mayo del 68); pero, en el día a día, para transitar por esos adoquines que siguen ahí ‑no lo olvidemos‑, jóvenes y viejos de todas las Españas necesitamos a alguien con experiencia, con sencillez y con modestia. Alguien que sepa dónde está la sala de máquinas y el cuadro de luces porque, cuando menos te lo esperas, saltan los plomos.

jmferc43@gmail.com

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