Aquellos cines nuestros

Por Jesús Ferrer Criado.

Los que ahora podemos disfrutar de cualquier película en la televisión, en el ordenador o incluso en el móvil, apenas comprendemos ‑y eso que lo vivimos en primera persona‑ que tiempo atrás ver una película fuera para muchos un acontecimiento memorable por el que suspirábamos toda la semana. Hablo de los años cuarenta y cincuenta y me refiero naturalmente a las poblaciones pequeñas. Como es lógico, en Madrid, Barcelona o Sevilla, la cosa era muy diferente.

El cine, con las siempre celebradas películas del oeste, la alta comedia (la de teléfonos blancos), las de guerra o los dramones que encharcaban el suelo de las salas, formaba parte de la vida de los españoles, porque era una ventana al mundo, a otro mundo menos sórdido que la realidad cotidiana de nuestras vidas.

Yo vivía exactamente frente al cine de mi pueblo, calle por medio. Frente a mi casa, colgaban sábados y domingos una pizarra muy bien rotulada con tizas de colores:

CINEMA ESPAÑA
HOY MONUMENTAL PELÍCULA…,
HOY LA EXTRAORDINARIA SUPERPRODUCCIÓN…,
y así.

Luego ponían qué película era y la pareja protagonista. Al lado de la pizarra, ponían la cartelera, seis u ocho cartones de tamaño folio con fotos, entonces en blanco y negro, del filme en cuestión, clavados en un chasis de tablas. Todo el que pasaba se paraba a echar un vistazo seguido normalmente de comentario: «Vaya peliculazo… El Gary Cooper. Yo no me la pierdo». El perdérsela, o no, tenía alguna relación con las finanzas personales o paternales, porque había que reunir la suma de una peseta con cincuenta céntimos, seis reales, si eras mayor; o sólo una peseta, si todavía te consideraban niño.

Mis hermanos y yo ‑por proximidad, claro está‑ veíamos mucho cine, aunque alguna noche mi madre contestaba a nuestra insistencia con aquello de: «Hoy vais a ver la película de la sábana blanca», o sea, a la cama.

Las “butacas” de aquel cine eran sillas de anea con el respaldo tan tieso que parecía que estabas de visita. Como comprenderéis, la calefacción la poníamos nosotros ‑los espectadores‑ y funcionaba. De entonces, proviene mi más antigua lección de medicina, a saber: «Cuando salgas del cine, tienes que taparte la boca». Lo que yo hacía, aparte de taparme la boca con la mano, era cruzar la calle sin respirar.

Para las parejas de novios, el cine tenía otras utilidades, aparte de las cinematográficas, porque su espesa penumbra les ofrecía posibilidades íntimas totalmente inéditas en otros ámbitos. Dichas posibilidades quedaban notoriamente mermadas si la novia se hacía acompañar por un hermano o hermana, que actuaba de carabina; o aún peor, si la carabina era la propia mamá de la criatura.

El comportamiento del público, amparado en esa misma oscuridad, solía ser horroroso. Lo mismo silbaban un beso (?), que jaleaban una cabalgada por el desierto de Arizona, o se carcajeaban ruidosamente viendo al Gordo y al Flaco. Todo eso sin contar el incesante crujido de doscientas criaturas comiendo pipas. Cada película solía tener dos interrupciones, descansos de unos diez minutos, empleadas comúnmente en reponer pipas, estirar las piernas o ir al servicio.

Mi mejor amigo de aquel tiempo era Jesús, sobrino del dueño del cine con licencia para todo, y juntos correteábamos por la sala, subíamos al escenario o nos metíamos en la cabina de proyección. De la cabina recogíamos los electrodos de grafito, ya gastados, con los que se formaba el arco voltaico que en aquellos proyectores era la fuente de luz. Cuando nosotros, fascinados (!) por la ciencia y por los experimentos, intentábamos hacer en casa nuestro propio arco, saltaban los plomos y los nervios de nuestras madres. Todo muy emocionante, aunque nos cayera algún alpargatazo.

En la cabina, veíamos recortes de fotogramas que escudriñábamos pícaramente, creyendo que contenían escenas picantes, desnudos o cosas así. Porque hay que puntualizar que, a la censura oficial que sufrían las películas, podía añadirse la del dueño del cine, temeroso de lo que el párroco pudiera soltar desde el púlpito al día siguiente, si alguien se chivaba. Así que, a la película se le recortaban otra vez las escenas dudosas y luego se las volvían a pegar para devolverla al distribuidor.

Esos cortes y recortes hacían que las copias estuvieran, a veces, tan remendadas que se rompían fácilmente, interrumpiéndose la proyección. Cuando eso ocurría, la pitada era atronadora y siempre saltaba alguien que, a grito pelado, le echaba la culpa al operador: «Enriquito con el aguardiente…, que te estás durmiendo».

En los cines de verano, o terrazas, se podía fumar y estuve en una de Córdoba donde el público sentado en veladores era atendido por camareros que le servían bebidas, cacahuetes y aceitunas, incluso durante la proyección. Supongo que, habiendo entonces en España tantos miles de terrazas de verano, habría también gran diversidad de usos y costumbres.

Por cierto que, en un cine de verano de Osuna ‑años sesenta‑, me sorprendió que, minutos antes de encenderse las luces para un descanso, sonara un timbrazo. Como ocurrió lo mismo antes del segundo descanso, pregunté la causa:

—Es para las parejas —me contesto un amigo—.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que avisan para que aquellas, parejas que “se están tomando confianzas”, recuperen la compostura y no haya sorpresas embarazosas.

—¿Y eso desde cuándo?

—Pues desde que, hace unos años, cuando se encendieron las luces, una muchacha se levantó y se puso a gritar que le habían robado una esclava de oro; y, cuando el novio se levantó también, resultó que la cadena le colgaba de la bragueta. No veas el follón.

—Me lo imagino.

—No, no te lo imaginas. Fue un cachondeo tremendo en todo el pueblo. No se hablaba de otra cosa. La muchacha estuvo meses sin salir a la calle y, al final, aburrida por la gente, se fue a Sevilla y ya no sé qué pasó con ella.

Algunos años después, y también en un cine, ocurrió el escatológico caso del llamado El cipote de Archidona, que se hizo famoso a nivel nacional, debido a la difusión que le proporcionó en la prensa Camilo José Cela, devoto, como se sabe, de este tipo de asuntos. Como no deseo pormenorizar aquí en el caso, remito al curioso lector a la película que sobre el incidente se rodó y que tuvo, creo, amplia y morbosa audiencia.

Se trataba de casos aislados, extremos y escandalosos, pasto de exageraciones y maledicencias, producto frecuente de la hipocresía; pero la realidad cotidiana era, según creo, mucho más discreta, precisamente por temor al escándalo.

Los de mi generación no podríamos escribir la historia de nuestros amores, de los primeros besos ‑y de los siguientes‑, sin hablar de la penumbra cómplice de aquellos cines nuestros de los años cincuenta y sesenta. Pero, más que nada, tenemos que reconocer que nuestra fantasía, nuestra imaginería épica y parte de nuestro acervo cultural son totalmente tributarios de aquellas pantallas donde Tarzán saltaba de liana en liana, gritando como un poseso, y Errol Flynn, luchando contra los sioux de Caballo loco, moría con su Séptimo de caballería en Little Big Horn. Con las botas puestas.

jmferc43@gmail.com

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