“Barcos de papel” – Capítulo 16 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- En la calle Tuset.

En la puerta nos esperaba “El Colilla” muy sonriente para despedirnos con su sarcasmo habitual.

—Vayan ustedes con Dios y que se diviertan.

—¿Quieres acompañarnos? Vamos a cenar —respondió Olga—.

—No; gracias. ¡Pasadlo bien, pero tened cuidado! ¿Sabéis quién dijo que la juventud y la prudencia suelen andar por caminos diferentes?

—Lo ignoro —le contesté—; pero tiene gracia, viniendo de alguien tan juicioso como tú. ¡Hasta luego!

Apenas levantó la mano, el taxi se paró delante de nosotros. Subimos por la avenida de Madrid y continuamos por Infanta Carlota hasta Calvo Sotelo ‑hoy Francesc Masià‑. Pasamos delante de La Oca, debajo de la clínica de Santamaría, y tomamos el lateral de la Diagonal. Olga sacó un paquete de Marlboro, me ofreció un cigarrillo y, a los pocos minutos, el taxi nos dejaba en la esquina de la calle Balmes. Cruzamos la Diagonal, cogidos de la mano, y subimos por la acera de la izquierda, donde estaba la whiskería Bagatela, convertida hoy en el restaurante José Luis.

Aunque el boom de “Tuset Street” hacía unos años que había pasado, para mí fue como cuando un niño visita Eurodisney por primera vez; fue como entrar a vivir en un mundo fantástico y maravilloso. Todo estaba abierto: locales, terrazas, tiendas, cafeterías… Dimos una vuelta por las Galerías Arcadia: estudios de diseño, tiendas de moda, fotografía; y el Stork Club, un local de copas con las paredes llenas de posters de colores: automóviles, estrellas de cine, personajes de cómics, música, bebidas y publicidad, sobre todo de Coca‑Cola.

Era una de esas noches de la primavera barcelonesa en las que parece que nos arde la sangre y que todo el mundo está feliz. Con Olga a mi lado, aquella era la aventura más emocionante de mi vida; y, aunque era muy consciente de que aquel no era el mundo que me debería desenvolver, aquella noche me sentía contento y optimista. Estaba allí porque ella me lo había pedido. No sabría decir si miraba con envidia o con desdén a aquellos jóvenes ridículos, que no paraban de fumar y de beber. Parecían cromos repetidos; los chicos con aquellos pantalones de campana y los jerséis tan ajustados; y las chicas con su melenita corta, su minifalda de color rosa o amarillo, y las medias moradas. Pero lo peor era oírlas hablar con aquel cargante sonsonete de niñas pijas. Olga me sacó de mis cavilaciones.

—¿Tomamos unas margaritas en la terraza del Anahuac?

—¿Margaritas?

—Sí, hombre, sí; un cóctel muy popular con tequila, hielo escarchado y zumo de limón. Verás cómo te gusta.

Había un tipo bajito, sentado en un extremo de la terraza, que, al poco rato de sentarnos, se puso a mirarle las piernas de forma provocativa. Ella se dio cuenta y en lugar de mostrarse más discreta, celebraba a carcajadas cualquier simpleza que yo dijera, y cruzaba las piernas para llamar su atención. Lo achaqué al efecto de las margaritas y no le di importancia; pero el individuo la siguió mirando durante un buen rato y, al final, vino a sentarse en primera fila, cerca de donde estábamos nosotros. No pude soportar tanto descaro. ¡Cómo me vería Olga, que se estiró la falda y, a partir de entonces, ya no volvió a reír! Su improvisado admirador estaba como hipnotizado, llamó a voces al camarero y pidió un whisky. Me levanté y me fui derecho a él, mientras Olga intentaba calmarme.

—¡Alberto, por favor!

Pero yo estaba decidido a armar el lío. Le puse la mano en el hombro y le dije de forma que lo oyera todo el mundo:

—¿Se puede saber qué coño miras con tanto interés? ¿Eh?

No sería el primer pelotazo que se tomaba, porque apestaba a alcohol: tenía los ojos vidriosos y se quedó mudo, sin saber qué hacer ni qué decir. Al verle vacilar, lo cogí por el cuello y le dije con toda la rabia que llevaba dentro.

—Si vuelves a mirarla de esa forma, te abro la cabeza con una silla.

Cogió el vaso, se levantó, dio un aparatoso tropezón y se fue al interior del local, haciendo reverencias y repitiendo.

—Perdone, perdóneme usted.

Pedimos otras dos margaritas, y me excusé con el camarero. Nos dijo que se trataba de un fotógrafo de La Vanguardia y que no era la primera vez que sucedía. De sobras sabía yo que Olga era muy presumida, que le encantaba llamar la atención, y ser el centro de todas las miradas; pero aquella tarde noté que le gustó que me levantara de la mesa y ahuyentara al moscardón delante de todos. Pedí la nota, dejé el importe en la bandejita y un duro de propina. Todos los ojos estaban fijos en ella. Daba gusto verla con su vestido negro, sus zapatos de tacón y su porte tan elegante y señorial. En aquel momento, llegó Juan Manuel Serrat acompañado de Xavier Regás, hermano de Oriol, el famoso promotor de Bocaccio, y de Rosa, la que más tarde fue Directora General de la Biblioteca Nacional. Serrat entonces se dejaba crecer la típica pelambrera de la época y unas enormes patillas de bandolero ‑en este caso de trabucaire‑. Ya se había hecho famosa su Cançò de matinada, Paraules d’amor, Tu nombre me sabe a yerba y empezaba a sonar con fuerza Mediterráneo. Mientras ocupaban la mesa que dejábamos nosotros, todos les observaban con curiosidad; pero a Olga la miraban con más atención, sobre todo los hombres.

roan82@gmail.com

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