Los sapos

Por Jesús Ferrer Criado.

Nos hemos acostumbrado a ver las paredes de nuestras ciudades pintarrajeadas aquí y allá por ciertos individuos que, despreciando la propiedad ajena, la estética ciudadana y la más elemental urbanidad ‑y armados con un spray‑, dejan huella de su condición, de su ideología o incluso de sus asuntos personales.

Caben en estas pintadas el insulto más soez, la amenaza personal, las metas políticas, la acusación anónima o incluso la declaración de amor. Todas son la misma agresión a una pared ajena que debería ser respetada. Son una declaración de rabia y de impotencia que, en ocasiones, se extiende a la destrucción del mobiliario urbano, causando ‑claro está‑ importantes y costosos daños a la administración local que ‑al final‑ pagamos todos.

El precedente más claro de estos letreros lo tenemos en las puertas interiores de los váteres públicos, víctimas desde siempre de estos “artistas” que así hacían el servicio completo.

Probablemente el más irritante, irresponsable y absurdo sea el garabato sin más, rúbrica anónima de alguien que desea dejar constancia de su estupidez en cualquier hueco libre, pared, cabina telefónica, farola o incluso sobre otras pintadas.

No deseo que nadie confunda estas pintadas con los murales ‑algunos excelentes‑ que decoran tapias desnudas ‑no viviendas urbanas‑, hechos frecuentemente con el patrocinio de la autoridad o del propietario del muro en cuestión. Diría incluso que los autores de los murales son los enemigos naturales de los otros.

También diferencio esas pintadas de los nombres ‑a veces sólo iniciales‑, de enamorados que, a punta de navaja, declaraban su pasión en la corteza de los álamos del Duero ‑como ya cantó Antonio Machado (“entre San polo y San Saturio”)‑ y en cualquier parque.

Eso fue en Soria. En el Alcázar de Segovia, subiendo a la Torre de Juan II, he tenido ocasión de ver multitud de nombres y fechas incisos en la piedra, labor que requiere tiempo y esfuerzo y cuyo propósito no alcanzo a entender, a no ser como confirmación del dicho latino nomen stultorum ubicumque scriptum est (‘nombre tonto, en cualquier sitio escrito’).

En esa misma Segovia, maravilla que he visitado recientemente, es desazonador ver que haya descerebrados capaces de ensuciar con sus vomiteras mentales ilustres fachadas que valen más que ellos, obligando a remendarlas y parchearlas, con resultado siempre imperfecto, y marraneando un pasado del que deberían sentirse orgullosos.

Durante la transición, y posteriormente también, las pintadas de contenido políticofueron consentidas y alentadas por los partidos de izquierda, con el pretexto de la libertad de expresión. Vimos letreros a favor de ETA, de la amnistía, de la República, del PCE y contra la OTAN, contra la Monarquía y contra la Iglesia, por decir algunos. No había pared que se librara.

En las campañas electorales, la cosa se ponía tremenda y las ciudades quedaban empapeladas, cartel sobre cartel, y nadie se acordaba de limpiarlas luego. La democracia se convirtió en la lepra de nuestras paredes. El viejo aviso de “PROHIBIDO FIJAR CARTELES. RESPONSABLE LA EMPRESA ANUNCIADORA” se quedó como otra muestra de la dictadura que, por tanto, había que ignorar.

El derecho a tener una ciudad limpia y aseada como han pregonado tantas campañas municipales queda de hecho subordinado a la libertad de expresión (?), que es darle carta blanca a cualquier vándalo para ensuciar la propiedad ajena. Y en esas estamos.

Percibo una inquina irracional a las paredes limpias, a las fachadas lustrosas, a las superficies impolutas que la moderna arquitectura nos ofrece. ¿Por qué? No sé si la respuesta está en la fábula del viejo Hartzenbusch: el sapo escupe y mata a la humilde luciérnaga y cuando esta inquiere la causa, el repugnante bicho le aclara: «No te escupiera yo, si no brillaras».

jmferc43@gmail.com

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