“Barcos de papel” – Capítulo 15 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- “Love me, please love me”.

Aunque sabía que me equivocaba, me gustó mucho que pidiera mi opinión. Quizás era la muestra de que empezaba a tomarme en serio.

—Bueno, si quieres que vaya, te acompañaré. ¿Pero tú crees que averiguaré algo?

—Yo quiero que vengas. De verdad, de verdad. Para mí es importante. Por favor.

Me miraba a los ojos con tanto sentimiento, que no fui capaz de decirle que no.

—De acuerdo; pero avísame con tiempo. Recuerda que me levanto a las seis de la mañana. Y, sobre todo, que no sea un día de trabajo.

—Gracias. Eres un sol. Me voy a dormir; es muy tarde y estoy cansada. Cuando vayamos, tienes que ponerte guapo. ¿Vale?

—Vale.

La acompañé a la puerta y me quedé en el pasillo, hasta que me dijo adiós desde el descansillo de la escalera. A los pocos minutos, me llegó el rumor de la canción que le había regalado unos días antes de marcharme a Nuria: “Love me, please love me”. Intenté olvidarme del asunto, pero no fue fácil. Juré que era la última vez que me engatusaba con sus mimos y su carita de ángel. Me metí en la cama, pensando que tenía que levantarme a las seis; pero yo soy de esa clase de personas que, cuando tengo poco tiempo para dormir, en vez de aprovecharlo me desvelo. En el fondo, me había gustado que me lo pidiera.

Empecé a pensar que el amor exige ciertas concesiones, y que si pretendía que las cosas mejoraran entre nosotros, tenía que mostrarme más tolerante con ella. Olga era mucho más joven que yo y, en definitiva, sólo hacía lo que haría cualquier chica a su edad. Ella misma lo dijo aquella noche: «Soy una veleta, y estoy perdiendo el control».

Aunque me dolían aquellos devaneos con un hombre de la edad de Santamaría, pensaba que aquella relación tenía los días contados y que hubiera sido peor que saliera con alguien de mi edad. Me faltaba el aire, cuando recordaba cómo su jefe la empujaba contra la puerta de la pensión y la besaba, la noche que los encontré a mi regreso de la universidad; pero seguro que no era capaz de llegar más lejos. Esos pensamientos era mejor olvidarlos. ¿Qué derecho tenía a meterme en su vida? Me había confesado sus dudas y parecía que le importaba mi opinión. Mucho más me dolía recordar el día que me arrastré ante ella, diciéndole que la quería y que estaba dispuesto a arrodillarme, si me lo pedía. ¡Qué falta de dignidad! Ni los críos se comportan así.

Pero la pasión siempre ha sido el origen de las locuras más impensables, incluso en personas tan apocadas como yo. Si lo pensaba con detenimiento, tenía que admitir que la idea de conocerlo no estaba tan mal para estar al tanto de sus debilidades. «Las prisas son para los ladrones y los malos toreros» ‑dice el refrán‑; y a mí, el sentimiento de la prisa nunca me ha abandonado; incluso hoy, que no tengo grandes obligaciones que cumplir, los días se me hacen cortos. La prisa me sacaba de quicio. Después de tantos años de abstinencia, pensaba que ya no tenía edad para perder ni un día de tiempo. Me imaginaba pasando las noches a su lado, amándola, estrujando su cuerpo contra el mío, hasta llegar a esos sublimes momentos del amor con ella, entre mis brazos, ardiendo de placer. Estaba seguro de que ella acabaría por aburrirse de un viejo como Santamaría; pero ese día no llegaba.

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