Por Jesús Ferrer Criado.
Nos hemos acostumbrado a ver las paredes de nuestras ciudades pintarrajeadas aquí y allá por ciertos individuos que, despreciando la propiedad ajena, la estética ciudadana y la más elemental urbanidad ‑y armados con un spray‑, dejan huella de su condición, de su ideología o incluso de sus asuntos personales.
Caben en estas pintadas el insulto más soez, la amenaza personal, las metas políticas, la acusación anónima o incluso la declaración de amor. Todas son la misma agresión a una pared ajena que debería ser respetada. Son una declaración de rabia y de impotencia que, en ocasiones, se extiende a la destrucción del mobiliario urbano, causando ‑claro está‑ importantes y costosos daños a la administración local que ‑al final‑ pagamos todos.