Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Excelente crónica hecha por Ramón Quesada a una de las mejores obras teatrales de Ramón Molina Navarrete, en la que nos resume el argumento y el reparto de esta fascinante creación representativa de la muerte de nuestro santo Juan de la Cruz, ocurrida en la noche del 13 al 14 de noviembre de 1591. Este fue un trabajo aportado por Molina Navarrete a la conmemoración del cuarto centenario del fallecimiento del gran místico y poeta, cuyo estreno concentró devotos “sanjuanistas” venidos desde distintos puntos de la geografía española, así como a autoridades eclesiásticas. La obra ha sido representada en años sucesivos en el teatro de la Safa de Úbeda.
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A nadie puede sorprender que, cada vez que Ramón Molina Navarrete coge la pluma para escribir teatro, nos escenifique una obra de alcance absorbente. Con este último drama sacro, el comediógrafo de Úbeda queda más próximo a la profesionalidad de los grandes maestros creadores de escenas, donde las personas se mueven y dialogan a impulsos de quienes las crean como actores. En Una llama que no cesa, tenemos que olvidar el mundo en que intentamos vivir para vivir en el mundo de un santo varón que, estimulando al carmelo reformador, en la obra escenificada nos impresiona revelándonos su “antes” y su “después” con la inesperada innovación del dato biográfico a gusto del autor, que ocurre durante la postración del enfermo carmelita a la represión del padre fray Francisco Crisóstomo (Antonio Espadas Salido), a placer esta del dramaturgo ubetense como yo digo, y que la escribe con sorpresiva originalidad. Y si de fastuosa puede considerarse la obra del mismo autor, Maranatha, esta de ahora, estrenada en la Safa de Úbeda en la tarde del 19 de octubre de 1991, es el broche de pedrería a la fidelidad interpretativa que asombra por su fidedigna pureza y verismo.
Fray Alonso de la Madre de Dios (Jesús García Gómez) y fray Fernando de la Madre de Dios (Marcelo Góngora Ramos), trenzan, con la menudez de sus pasos de frailes en recato, la evocación del pasado sanjuanista en reflexivo, místico diálogo que sólo interrumpe cuando la memoria se hace presencia retrospectiva en cada uno de los cuadros. Mientras hablan y meditan, y añoran a San Juan de la Cruz (Salvador de Madrid Muñoz), el inconsciente, esa esencia que cohabita con ellos, en su interior, y que impera en sus íntimas sensaciones a veces utilizando los recursos de la fantasía, les lleva al toral, porque en sus recuerdos el tiempo cuenta nada más que para el reloj.
Teresa de Jesús (Isabel Valenzuela Pérez) y otras madres y otros padres del hábito carmelita, y todo el elenco que a tan magistral obra del arte de Talía sublimizan, van apareciendo en la profundidad del georama, en la discreta penumbra donde se amalgaman el marrón y el blanco de los hábitos, las escenas que desde la primera representación perpetúan al libro, autor y actores. Es, por tanto, una concepción distinta que, sin salirse de los cauces meramente ancestrales, biográficos e históricos de la vida del santo en la Peñuela y en Úbeda, Molina Navarrete aporta entusiasta, ingenioso y perceptivo, enamorado de fray Juan y amante de Úbeda, a la conmemoración del IV Centenario de la muerte del asceta.
Como se dice vulgarmente, la Asociación Socio‑Cultural Maranatha ha echado con Una llama que no cesa la casa por la ventana. El día del estreno, al que precedió la presentación de la obra en dos actos, por el ubetense José Berlanga Reyes, coronel de infantería y Premio Ejército de Periodismo, esplendente, estaban presentes más de seiscientas personas, público selecto que acudía de Ávila, Granada, Córdoba, Jaén, La Carolina y Úbeda, contándose con la especial presencia de monseñor García Aracil, obispo de Jaén, y Juan José Pérez Padilla, alcalde de Úbeda.
A los diálogos y a los movimientos de frailes y de monjas, de caballeros como el hermano de Juan de Yepes, Francisco (Luis Sierra Martínez), y Bartolomé de Ortega (Miguel Moreno Condado), Francisco de Ortega (José R. Molina Hurtado), el médico Ambrosio de Villareal (José Dueñas Molina) y la niña María de Ortega (María J. Molina Hurtado), prestan, para la magnificencia de situaciones, épocas, lugares y sucesos, los perfectos decorados y el caprichoso y excepcional juego de luminotecnia; luces y sombras, música y efectos de sonido y color donde se deslizan, ingrávidas, las delicadas bailarinas que hermosean la obra, dirigidas por Conchita Fernández.
Un “hombre público” (Ramón Molina Navarrete), que irrumpe y pacifica la dislocada escenografía cuando antes del trance final San Juan de la Cruz monta en cólera arrastrado por los vituperios de fray Francisco de Crisóstomo, es, junto con la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa y fray Diego de la Concepción (Baltasar Cobo García), la interpretación más profesionalizada, pues ya no es sólo esta veteranía en escena, sino la extraordinaria expresión del verbo y profundísimos ejemplos con los que lleva la “paz” a unos y otros hasta lograr la “reconciliación” y, por tanto, la continuidad de la representación teatral, que se cierra con la muerte de San Juan de la Cruz, acompañado de religiosos, en un cuadro final que emociona y hace saltar las lágrimas, pues es tan real la significación del momento, la escena de aquel que se va a “decir maitines al cielo”, que el ánimo nos sitúa en el mismo escenario y nos inmiscuye en el argumento, convirtiéndonos en actores impensados.
Desearía que mi poder de persuasión fuera lo suficientemente convincente para atraerles a todos al teatro de la Safa de Úbeda. Yo he presenciado Una llama que no cesa y sé que pertenece a una de esas obras que agrada volver a ver. Háganse, también, la idea de que se trata de actores que trabajan en otras ocupaciones para ganarse el pan de cada día; por eso, su mérito sea mayor que el de los profesionales, a los que por supuesto no envidian. Los días 9, 10, 16, 17, 23 y 24, a las siete y media de la tarde, están citados para examinarse en la… admiración.
(04-04-1991)