Y estando en los aledaños del verano, aunque la temperatura y el ambiente ya lo eran, fuimos invitados a un nuevo enlace matrimonial. Esta vez del hijo de nuestros queridos amigos Ana y Antonio. La tarjeta de invitación, de estilo clásico refinado, llevaba tiempo obrando en nuestro poder, por lo que sabíamos que estábamos convocados a la bella ciudad de Montoro (Córdoba) para el sábado, 7 de junio de 2014, a las ocho de la tarde, en “La Casa de las Tercias” (Museo del aceite). Para mí (y algún invitado más) iba a ser una novedad: la primera boda civil a la que asistiría; por lo que me encontraba expectante con el novedoso evento…
Por amigos nos enteramos (pues es costumbre en Montoro, si se dispone de dinero y gusto para ello) que, la tarde‑noche anterior, los novios y su entorno más cercano disfrutaron de su preboda, pasándoselo en grande con una cohorte de mariachis que hicieron vivir, con alegórica música y bellas canciones, las múltiples sensaciones agradables que esta unión conllevaría… Las variadas estampas románticas que protagonizó el novio (Antonio) rondando, ramo de flores en mano, para expresarle su eterno amor a la novia (Carmen M.ª), serían momentos que, especialmente, los novios y también sus familiares y acompañantes nunca olvidarán…
La tribu urbana que veníamos de Úbeda, formada principalmente por familiares y amigos de los padres del novio, comenzó su periplo viajero a las seis de la tarde, en la estación de autobuses, donde un vehículo de Autocares Navarrete, conducido por Manolo, esperaba para llevarla a Montoro, en volandas, en esa tarde preveraniega en la que el tórrido calor, gracias a Dios, no había hecho acto de presencia.
Llegamos con tiempo y buen humor, escuchando los chistes preparados por nuestro compañero y amigo Antonio, que, aunque fallaron en un primer momento, finalmente amenizaron el mediano recorrido que separa la “Ciudad de los cerros” de la afamada ciudad de los mazapanes, “La Logroñesa”… Allí nos estaba esperando el padre del novio, cámara en ristre, para recibirnos y ejercer de cicerone.
Algunos descubrimos Montoro (de casi 10 000 habitantes; a la que alguien ‑equivocadamente‑ multiplicó por cuatro su población…), agrupada escalonadamente junto al río Guadalquivir, quedando gratamente impresionados por sus vistas de postal, en un dulce y sereno atardecer, que todos aprovechamos para inmortalizarlas en nuestras cámaras o móviles, para exportarlas lo más pronto posible a familiares y amigos, con el fin de que disfrutasen (al unísono) de ese sorprendente encuentro…
La mayoría de la tribu ubetense subió caminando por el intrincado recorrido de sus bellas y adornadas calles, donde estaban celebrando la fiesta de las tres culturas (cristiana, musulmana y judía) que hollaron estos lares. Algunas de sus componentes prefirieron el taxi para acceder a La Casa de las Tercias, dando más vuelta, ya que las calles se encontraban cortadas por la mencionada celebración.
Atravesamos calles estrechas e intrincadas, pasando por dos recónditas plazas con sus esbeltas iglesias, hasta que accedimos a las puertas del Museo del aceite, que estaba esperando a todos los invitados y principalmente a los protagonistas del encuentro: Antonio Santos Ráez y Carmen M.ª Martínez Afán. Las féminas de todas las edades habían escogido sus mejores galas, peinados y atuendos para impresionar gratamente al personal asistente. Los varones, en su mayoría encorbatados y enfundados en su traje clásico, también esperaban pausadamente la llegada de los enamorados novios.
Como La Casa de las Tercias tiene dos entradas, cada cual eligió la más acorde con su vigor físico. Los novios escogieron ambas: una para entrar y otra para salir. Esta última disponía de una escalinata de acceso, tras el patio que había sido adornado al efecto, al igual que la sala donde se celebró la unión civil.
Todo estaba preparado para la boda. Los novios accedieron por el fondo de la sala, acompañados de sus respectivos padres, que actuaron de padrinos, comenzando por la guapa y radiante novia, a los compases de la pareja de violín y violonchelo que amenizó el entrañable acto.
Una señora (supongo que sería concejala o teniente de alcalde) fue la ministra‑testigo que llevó a cabo el casamiento, mientras los novios estaban sentados a su derecha y el público asistente (unos sentados y muchos de pie) no perdía detalle. Con palabras de bienvenida y una alegoría sobre “el amor y el tiempo”, captó la atención de todos los presentes. Después salieron al micro tres jóvenes amigos de los novios (un varón y dos mujeres), para leer con nerviosismo y celo sus más tiernos y sencillos parlamentos, constituidos de hechos y sentimientos que les unían con los futuros casados, provocando lágrimas, emociones y aplausos sin medida…
Luego se produjo la lectura de los artículos de la constitución española, referidos al enlace civil que estábamos presenciando, y el acto de casamiento, propiamente dicho. Por último, todos entendimos las recomendaciones y los deseos de la oficiante del acto, madre de una amiga íntima de la novia, sobre el nuevo estado recibido: ser marido y esposa de una unión duradera y, a ser posible, indisoluble…
Terminó el emotivo acto con la firma de los contrayentes, juntamente con dos amigas testigos, y multitud de fotos con familiares de ambas ramas y amigos, siendo protagonistas principales los radiantes recién casados; siempre amenizados por la pareja de jovencísimos intérpretes de cuerda, que echaron el resto con tal de contentar al público asistente, aunque por momentos no le hiciese demasiado caso…
La salida de los novios, tras bajar la escalinata, fue apoteósica, con el lanzamiento de pétalos, arroz y demás parafernalia, entreverada de fotos desde todos los ángulos y cámaras, que trataron de inmortalizar el gran momento, que ya el fotógrafo oficial iba realizando desde que comenzó la fiesta. No faltó ni siquiera el detalle de que la policía local multase a algún propietario de vehículo que había aparcado, sin permiso, en su estrecha calle.
Unos a pie (para coger nuevamente el autobús) y otros en taxi o coche particular: todos marchamos a las afueras de la población, para llegar al salón de bodas, La Caseta, que está junto a la plaza de toros, y degustar el suculento menú que nos tenían preparado. Eran cerca de las diez de la espléndida noche, cuando comenzó la copa de espera, en las afueras del local. Allí departimos (sin prisas y con delectación) frescas bebidas y sabrosas tapas, hasta que entramos en el local para sentarnos en las mesas, previamente asignadas y anunciadas en el exterior. Bien que nos supieron los entrantes y los tres escogidos platos, que incluso algunos no pudieron terminar. El postre con tarta de turrón y delicia Rocher, a mí particularmente (y sé, de buena tinta, que a otros muchos), súpome a gloria.
Y, ya bien avanzada la noche, comenzó la barra libre de copas y cócteles que animó, aún más, a todo el personal, especialmente al sector joven, que ya en la comida vociferó repetidas veces lo que tanto se repite en cualquier boda: «¡Que se besen los novios; ahora encima de la silla; que se besen los padres de la novia y del novio!, etc.».
Un doble vídeo se proyectó en la gran pantalla del fondo de la sala, para gusto y deleite de todos, aunque la mayoría de la gente se puso en pie y los que permanecieron sentados en sus mesas no lo pudieron visionar. Fue especialmente del gusto de la gente joven, que fue su principal protagonista en pantalla, ya que las fotos que allí vimos, en su mayoría, estaban constituidas con los novios y sus más íntimos y queridos amigos… Allí apreciamos, en coloristas y entrañables imágenes (aunque ya lo habían dicho en la celebración de la tarde), cómo nació el amor entre estos dos estudiantes de Erasmus en Grecia, no queriendo dejar pasar la ocasión de atrapar el amor que se les presentaba allá lejos, en la milenaria tierra donde nació nuestra cultura occidental, y cuya geografía y arquitectura todos admiramos…
Y, a partir de este momento, se dio rienda suelta a la estridente música, entreverando canciones y danzas de diferentes épocas, que muchos asistentes disfrutaron no sólo escuchándola sino bailándola con su particular sabiduría y garbo; mientras otro sector, menos propenso a estos acrobáticos ejercicios, los admiraba; hasta que llegaron las cuatro de la madrugada en la que quisimos volver a Úbeda tomando el autobús, sin tomar churros, a pesar de que estaban las churrerías abiertas…
Hicimos el viaje de vuelta, ya con el sueño desquiciado; aunque algunos, con sus ronquidos en el autobús, hicieron gala de saber tomarlo en cualquier momento y lugar; sin chistes, pero con música y entretenidas charlas, hasta que avistamos la ciudad de nuestras entretelas, siendo poco más de las cinco de la madrugada…
Y todos marchamos a nuestros domicilios: unos, para proseguir el sueño interrumpido; otros, para tratar de atraparlo antes de que las primeras luces del amanecer nos pillase en la calle…
Habíamos terminado nuestro periplo viajero: pletóricos de comida, bebida y sensaciones placenteras, aunque a alguno (como el que esto escribe), al no estar ya acostumbrado al trasnoche, le sirvió para recordar tiempos lejanos de su etapa juvenil…
Todos esperamos que este feliz enlace sea para siempre y que el amor no deje de habitar en sus vidas y corazones, pues nos sentimos más que contentos por haber sido testigos de ese plus de juventud, novedad y vitalidad que toda boda produce a los que ya vamos cumpliendo años…
¡Felicidades de todo corazón, Antonio y Carmen M.ª!
¡Que seáis muy felices!
Úbeda, 10 de junio de 2014.