“Barcos de papel” – Capítulo 03 b

2.- Lujuria y conciencia social.

A primeros de julio, recibí carta de mi amigo “El Colilla”: me decía que era jefe de zona de los laboratorios LAMDER S.A. de Barcelona y que, si me decidía a marcharme con él, podía enchufarme en el departamento de contabilidad de la compañía. Mi madre se puso loca de contenta. Iba por la calle enseñando la carta a las vecinas y dando gracias a Dios por haber escuchado sus plegarias. ¡Una colocación! Aquello era un milagro. Hubiera preferido que el trabajo no estuviera tan lejos, pero el Sagrado Corazón de Jesús ‑de quién era muy devota‑, no le negaría su ayuda. Cómo la vería, que tuve que obligarle a tomar una taza de tila, no fuéramos a tener una desgracia.

También decía la carta que, en el trabajo, debería llamarle señor Soto ‑para evitar las críticas y las envidias‑; y que le mandara, lo antes posible, una fotocopia del carnet de identidad para adelantar el papeleo. Luego, para que no me hiciera muchas ilusiones, me avisaba de que empezaría como auxiliar administrativo; pero que, con el tiempo, podría llegar lejos y ganar un buen sueldo. Ya imaginaba yo que la paga no sería ninguna cosa del otro mundo; pero, al menos, me daría para vivir. ¡Quién sabe! Lo importante era empezar. Estaba tan contento, que hasta pensé solicitar una beca para estudiar por las tardes en la Universidad.

Conociendo a “El Colilla”, me costaba entender que, con sólo dos años más que yo, pudiera ser jefe de zona de unos laboratorios tan importantes; pero, si lo pensaba con calma, tenía que reconocer que “El Colilla” no había sido el muchacho más ejemplar del pueblo, ni del colegio, ni siquiera del curso; pero, a don de gentes, pocos le ganaban. En la carta, me lo decía muy claro. ¡Hasta coche tenía!

Hubo momentos en que me entraron las dudas y me puse un poco blando; pero había llegado el momento de cumplir con mi deber. Una cosa estaba clara: en mi pueblo no tenía nada que hacer. Cuando me despedí del señor cura, me dio una carta dirigida al Presidente de Acción Social Patronal de Barcelona, por si las cosas se torcían, rogándole que me ayudara a encontrar trabajo, como ya había hecho con algunos conocidos. Creí que no la necesitaría, pero guardé la carta. Nunca estaba de más una segunda opción.

¿Cómo encontraría a “El Colilla”? ¿Habría olvidado el bochornoso momento de su expulsión? Cuando se sufre una situación tan humillante, cuando no puedes defenderte de los abusos, porque sabes que nadie está a tu lado, el odio te consume y te impide olvidar. Aquel día seguía presente en mi memoria.

Eran las cuatro y veinte de la mañana y hacía más de tres horas que, sentado en un viejo banco de madera, bajo el reloj de la estación, esperaba la llegada del tren. El andén estaba atestado de gente: unos dormían sobre unos bultos y otros no paraban de hablar y de fumar No me olvidaba de nada: el billete, la dirección de la pensión y las mil pesetas que guardaba en un bolsillo secreto, que me cosió mi madre en el interior de los calzoncillos.

Al empezar quinto de bachiller, pasamos a la división de los mayores; dormíamos en cuartos individuales, con mesa y flexo para estudiar; salíamos al pueblo, todas las tardes; y los curas empezaban a hacer la vista gorda, si nos veían fumar. Eran los años de la adolescencia, los tiempos en que nos hablaban de pureza y castidad; nos decían, a diario, que vivir dominados por la lujuria era como pecar a todas horas. No obstante, teníamos algo más de libertad y cierta tolerancia en asuntos de chicas. Nos confesaba un cura viejecito, cuyas explicaciones aumentaban nuestras dudas con aquel lenguaje tan sentencioso que utilizaba: «costumbres deplorables», «fómite de pecado», «suscitar sucios deseos», o latinajos como «ergo», «a fortiori» y cosas así. Una semana tras otra, le contábamos al cura nuestras obscenas conversaciones con “El Colilla” y algún que otro homenaje en solitario ‑a beneficio de la estanquera‑, para liberar los ardores propios de la edad. Aguantábamos con paciencia la diatriba que aquel santo padre nos soltaba, y salíamos del confesonario más felices que un perro con dos colas.

Todo cambió cuando llegó al colegio el padre Galarza, un cura joven con una moral personal y diferente, que pronto se ganó nuestra simpatía. Lo que más nos llamaba la atención, de su manera de pensar, era la defensa que hacía de la clase obrera, frente a la opresión capitalista. ¡Qué cura tan especial! No era como los otros, que no paraban de alertarnos de los peligros de la lujuria. Se enfadó mucho, cuando alguien le comentó que nos jugábamos el dinero en los billares. ¡Cuántas veces nos dijo que dos terceras partes de la humanidad pasaban hambre! Lo demás, apenas si tenía importancia para él. Por ejemplo, no era pecado que nos comiéramos, con los ojos, los muslos de la estanquera, cuando iba a comulgar; ni el resto de nuestras fantasías eróticas. Siempre encontraba la explicación adecuada: al pecado solitario, que tanto nos preocupaba, lo justificaba como «El despertar de nuestra sexualidad». ¡Con qué entusiasmo defendía sus convicciones! Cuando le hablábamos de la «Lucha feroz contra el pecado de la carne» ‑utilizando el léxico del viejo confesor‑, se reía de nuestras estrecheces de conciencia: decía que el deseo anida en el alma de los jóvenes, para gloria de Dios. Aseguraba que en París ‑capital del desenfreno‑, la mayoría de las noches no se cometía ni un solo pecado mortal.

—Donde hay amor no puede haber pecado —repetía convencido; y añadía—. Cuando un hombre se entrega por amor a una mujer, Dios bendice esa unión.

Se lo dije a “El Colilla” y me contestó que tuviera cuidado con el curilla.

Mosquito, no te fíes. Los curas jóvenes son muy apasionados; no tienen sentido de la proporción y creen que sólo es verdad lo que ellos piensan. Cuando un cura, como Galarza, busca el protagonismo con tanto afán, algo no funciona bien en su cabeza.

A las cuatro y media, anunciaron la llegada del rápido, con destino a Barcelona. No dejaba de ser una ironía que llamaran rápido a un tren que llegaba con casi cuatro horas de retraso. En un abrir y cerrar de ojos, la estación quedó vacía. Gritos, carreras, quejas y empujones. Algunos se encaramaban en los estribos, con el tren en marcha, para coger sitio en los vagones. Hombres del campo, segadores renegridos, con las manos encorvadas y los dedos de hierro. Familias enteras, hombres y mujeres vestidas de luto, con la cara reseca y niños dormidos en los brazos. Eran los emigrantes, que dejaban sus casas en busca de los últimos jornales del verano o se marchaban a trabajar en las cadenas industriales de las grandes ciudades. Los de arriba sacaban medio cuerpo, fuera del tren, para ayudar a subir los equipajes; y los que estaban en el andén levantaban fardos y maletas, y los empujaban por las ventanillas, que permanecían abiertas durante todo el trayecto.

Silbó la máquina, chirriaron las ruedas, el jefe de estación agitó la bandera y el tren empezó a moverse. Coloqué la maleta debajo de mi asiento, y measomé a la ventanilla. Sentí una profunda nostalgia a última hora. No tenía sueño; pero, aunque lo hubiera tenido, no habría podido dormir: el traqueteo de la locomotora y el revuelo de la gente no me permitían descansar. Tenía tantas ganas de llegar, que las últimas noches las había pasado pensando en el viaje.

 

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