Yo creo que a veces nos damos poca cuenta de que vivimos en época histórica. De acuerdo, no me sea tiquismiquis, que toda época es histórica por el mismo hecho impepinable de su transcurrir; mas me refiero a época en la que se producen hechos que puede que tengan trascendencia histórica; hechos que pueden modificar el tránsito de los acontecimientos; en suma, hechos que nos pueden afectar aquí y ahora o pueden afectar a generaciones venideras.
Esto no es nuevo, pues nada más recordar otros años o siglos piensa uno cómo recibirían las gentes aquellos cambios tan tremendos que se les caían encima sin apenas esperarlos. Pensemos en el periodo entre la caída de Primo de Rivera y el advenimiento de la II República, tan corto; o el que pasó entre la Gloriosa (revolución contra Isabel II) y la Restauración… Lo que pensarían aquellas gentes ante tanto traqueteo de sucesos, muchas veces antagónicos y discordantes. Cierto que, por esos años, las noticias de lo que sucedía, produciéndose casi siempre en Madrid (o en sus contornos), luego tenían que ir llegándose a los rincones más lejanos y desconectados del territorio nacional, lo cual podía significar que el inicio de una revolución, en cualquier apartada villa, se produjese cuando ya había fracasado en la capital.
Ahora, sin embargo, y más aún en las últimas décadas, lo que sucede (y lo que no sucede ‑y en esto hay que tener mucho cuidado‑) se nos acerca de inmediato, pase donde pase. Gracias a la tecnología de la comunicación (no voy ahora a enumerarla en sus elementos, pero sí quiero recordar el concepto de “autopistas de la información”) nos enteramos, al minuto, de lo que nos rodea. Y ya no es tanto esa inmediatez, sino el tener conciencia de lo que nos es vivido. Ahí es a lo que voy.
Recapacito en lo que me es pasado y veo cambios (como el niño de la película veía muertos).
De unas décadas uniformes, en donde los cambios los protagonizábamos nosotros en nuestra mismidad, o sea nuestro desarrollo físico y personal y no otros factores externos (y menos políticos, que siempre eran los mismos), nos vimos en la tesitura de afrontar la muerte del que no podía morirse (y digo yo: «Ni quería») y que nos dejaba supuestamente lanzados a la gran incógnita del «¿Qué pasará cuando se muera Franco…?». Y no hay duda de que ello suponía un hito histórico de importancia suma.
¿Qué pasaría?, ¿qué pasó en realidad…? Pues que las cosas transcurrieron, tal vez, de forma muy distinta a lo que se pensaba, a pesar de la promesa de que todo estaba «Atado y bien atado». Esto último me lleva a razonar que nunca la obra de los fundadores (de órdenes religiosas, de regímenes políticos, de empresas diversas) sobrevive a los mismos en su intencionalidad o pureza, salvo algún régimen dictatorial que se mantiene todavía.
Asistí, como adulto joven ya, a lo que iba sucediendo, a veces sin darme buena cuenta de lo que podía significar. Había otros temas personales que en aquellos años me reclamaban más atención, como el hacerme un lugar concreto y seguro de trabajo (oposiciones) o concreto y seguro donde pacer y tener refugio y calor (humano). Aunque nunca me desligué del conocimiento de lo que acontecía, tal que mi curiosidad innata me hacía leer revistas de contenido político o, al menos, alentadoras del cambio necesario. O de humor tendencioso y anarcoide (curioso también, había dibujantes de esas revistas de la facción ultraderechista muy beligerantes con la sucesión impuesta o con el modelo “burgués” que se veía venir). Al loro siempre estuve, mas nunca me impliqué en militancia alguna. Me alegraban los avances que se iban logrando, especialmente en lo tocante a las libertades personales; pero no hasta el extremo de pertenecer a facción roja meramente, porque eso, entonces, molaba.
El tiempo nos ha demostrado, al menos a mí, que mucho del personal que formó parte de los grupúsculos más extremos del rojo no fue más que aluvión de niñatos o niñatas que se creían estar en las plazas de París arrojando piedras (muy pocos lo estuvieron en verdad) o que de esa forma jodían a sus papás, jerarcas o mendrugueros del régimen que se esfumaba. A la vista está tal aserto mío en quiénes fueron, quiénes quedaron y quiénes, con los tiempos, fueron pasando a sus posiciones naturales (al redil de los bien pensantes y mejor hacientes, de los de orden de toda la vida).
Viví el acceso al trono de Juan Carlos I, puesto ahí por Franco y quienes pensaron en manejarlo a conveniencia, y la marea de sucesos que nos llevaba a cierto grado de democracia, Constitución ininteligible y muy poco explicada. Que era un trágala se veía muy claro; que era una solución ante otras amenazas peores, lo entendimos como seguro. Al menos yo. Estos hechos tuvieron su influencia durante cuarenta años, que no es poco. Fíjense si no desbarro, cuando hablo de hechos históricos.
Y ahora, una vuelta de página. Una abdicación real (hasta hace unos días siempre desmentida), la subsiguiente ascensión al trono del sucesor natural (por vía de la perduración de la Ley Sálica, posiblemente inconstitucional) y otra vez la tremenda incógnita del «¿Qué pasará ahora?», enfrentando el negro horizonte de los graves problemas que nos aquejan.
Nos come la Historia con su rapidez; pero ahora, lo peor es que la vamos conociendo segundo a segundo de producirse, pero no podemos profetizarla, todavía.