Era un nueve de junio de 1999, muy cerca ya de las vacaciones estivales, cuando un hombre, con ochenta años cumplidos, dio por terminada su estancia en la Tierra y se marchó a hacer su último y definitivo “examen de amor” al Dios en quien tanto creía y confiaba. Se encontraba muy malito ‑¡qué mal ha de encontrase uno para morirse!‑, y con ansias fundadas de dejar este mundo para siempre, pues ya había cumplido su misión…