La fragua de Vulcano

Diego Velázquez. (Obras de madurez, 1)

INTRODUCCIÓN:

Tras su llegada a la Corte, Velázquez rompe definitivamente su fuerte vinculación con el tenebrismo, abandona las escenas de género (aunque no del todo) y comienza a pintar personajes de la Corte (especialmente a Felipe IV y al conde‑duque de Olivares, sus protectores), cada vez con una paleta más clara y colorista, que se afianza con la llegada a Madrid del diplomático y pintor Pedro Pablo Rubens (1628) [1], el gran maestro del color y de la exuberancia formal y compositiva, quien contempla la obra que estaba realizando en ese momento el pintor sevillano: “El triunfo de Baco”, más conocida como “Los borrachos”, a quien aconseja un viaje a Italia. En el intermedio de sus primeros años en la Corte, Velázquez gana el concurso de pintura sobre la expulsión de los moriscos (cuadro, por cierto, desaparecido), siendo nombrado (1627) Ujier de cámara. La conquista de la Corte es ya definitiva.

COMENTARIO:

Por encargo del rey, inicia nuestro autor su primer viaje a Italia. Curiosamente, va a ser acompañado hasta Génova por Ambrosio Spínola, el general al servicio de los tercios imperiales que había tomado la ciudad de Breda unos años atrás. Venecia, Ferrara, Roma y Nápoles son los estadios en donde se detiene Velázquez, ávido por conocer las riquezas artísticas que atesora Italia. Primero Venecia, donde recibe el impacto de Giorgione, Tintoretto, Veronés y Tiziano. Color, luz y composición son los tres elementos que dejarán su impronta en la retina de Velázquez. Y luego Roma, a donde llega en medio del debate entre los seguidores del tenebrismo caravaggiesco frente a la claridad y elegancia de Guido Reni, por quien toma partido. En la ciudad eterna se embeberá de la suavitas de Rafael, de los estudios anatómicos de Miguel Ángel y de la estatuaria griega, que influirán decisivamente en “La fragua de Vulcano” y en otros lienzos posteriores. Finalmente, su visita efímera a Nápoles le permite conocer de primera mano la obra de José de Ribera, de quien tomará su fuerza expresiva y ese color especial del pintor levantino.

El cuadro, pintado en plena estancia en Italia (hacia 1630), se basa en una fábula mitológica extraída de la Metamorfosis de Ovidio y representa el momento en que Apolo, el dios de la luz, informa a Vulcano (dios del fuego) de la infidelidad de su esposa Venus (diosa del amor y de la belleza) con Marte, el dios de la guerra, mientras los personajes que contemplan la escena unen su desconcierto y estupor al del propio Vulcano [2].

A mi juicio, Velázquez intenta, como en otras ocasiones, fundir una escena mitológica con otra de género, con la finalidad de expresar los distintos sentimientos y emociones que suscita el drama que se anuncia. Incredulidad en Vulcano, indiferencia en su ayudante más próximo, admiración y sorpresa en el más cercano a la fragua (que se queda literalmente con la boca abierta), despreocupación en el que se agacha para tomar la armadura, supuestamente destinada a Marte, y un último personaje, un tanto abocetado, cuya expresión parece una mezcla de ligera burla y asombro ante la inusitada escena. Sin embargo, la figura central, escorada a la izquierda, es la de un Apolo adolescente y algo extravagante, nimbado por los rayos del Sol, en una actitud de suficiencia y cierta altanería que más que dramática, se me antoja cómica, debido a su falta de prestancia y a su anacronismo con la situación y el lugar donde se desarrolla la escena, aunque sin llegar al tono burlesco ‑que siempre procurará evitar Velázquez‑ y que tanto se utilizaba por entonces en la literatura española (recordemos a Quevedo) [3].

 

Una vez más, Velázquez fusiona en el mismo cuadro la realidad cotidiana (una forja o taller de herrería) y la mitología clásica (el anuncio de Apolo de la infidelidad de Venus a Vulcano). Lo que vemos aparentemente en el cuadro es una escena de género con la minuciosidad y realismo del que era capaz nuestro pintor. Quien haya visto el funcionamiento de una herrería constatará que no hay diferencias sustanciales con aquella de hace casi 400 años [4]. Pero el pintor se vale de esta escena real para plasmar otra mítica: la historia de una infidelidad, el instante del descubrimiento de un adulterio entre dioses, que los simples humanos presencian con expectación.

Por eso, Velázquez intenta expresar la fugacidad de ese instante, tomando la estatuaria [5] como recurso técnico para dotar de perennidad al instante: la trascendencia de la que he hablado en otras ocasiones. Únicamente Apolo, con su atuendo anacrónico, nos recuerda, quizás de forma estrafalaria, que es una fábula mitológica la que subyace bajo la realidad de un taller de herrería. Por ello, no debemos despreciar el sentido simbólico del cuadro, pero tampoco hemos de desdeñar la realidad que Velázquez describe con tanta precisión. En mi opinión, Velázquez intenta aunar en un solo cuadro dos interpretaciones distintas: mitología y realidad, indisolublemente unidas.

Atendiendo a su composición, nuestro pintor crea una escenografía teatral, inspirándose en la concepción espacial de Rafael y atenuando en sus personajes la desmesura anatómica de Miguel Ángel, otro referente en la obra velazqueña. Para contrarrestar el cierto estatismo escultórico del que dota a sus figuras, utiliza diagonales y escorzos (especialmente en el herrero de la derecha), que dotan de un mayor dinamismo al cuadro ‑siempre dentro de un límite‑ y da una mayor profundidad al espacio, con el personaje y la chimenea del fondo y la puerta de la izquierda, que anuncia una luz fuertemente azulada. Una composición, pues, en la que combina el equilibrio y armonía renacentista con la profundidad y oblicuidad del barroco.

Como dijimos al principio, Velázquez abandona definitivamente el tenebrismo de su primera época para dotar de más luz y color sus obras. En “La fragua de Vulcano” [6], supera la oscuridad de un recinto cerrado abriendo una puerta a la izquierda, lo que, unido a la luz esplendorosa que emana del dios Apolo y al fuego del hierro del yunque y de la chimenea del fondo, esparce una luminosidad especial en la que se mezclan los amarillos anaranjados de Apolo con los rojos del fuego y el azul diáfano del exterior. Es una luz muy matizada, a lo Leonardo, aunque sin esos contraluces tan acusados del milanés. Por lo que respecta al color, aunque sigue utilizando los colores terrosos de su etapa sevillana, éstos contrastan con los brillantes anaranjados del joven dios y con las espléndidas carnaciones de los cuerpos semidesnudos de los herreros, resultando un conjunto armonioso de luz y color ‑nunca estridente en Velázquez‑, sobre todo cuando se trata de interiores.

Cartagena, 5 de junio de 2014.

jafarevalo@gmail.com


[1] A mi juicio, Pedro Pablo Rubens fue el faro que iluminó el barroco en toda Europa. Es el maestro indiscutible, en mayor o menor grado, de pintores tan excelsos como Frans Hals, Rembrandt o Velázquez. Muy prolífico en su creación pictórica, se cuentan por miles los cuadros que se le asignan, aunque muchos de ellos fueron realizados en su taller, bajo su supervisión.

[2] Los cíclopes de la fábula se convierten en seres de carne y hueso, humanizando la escena, a la manera de Velázquez.

[3] Para J. Rogelio Buendía y Ana Ávila (Velázquez, Ed. Anaya, pág. 35) es posible que Velázquez se atuviera a una estrofa de los “Amores de Marte y Venus” de Juan de la Cueva, en la que se lee: “Oyendo a Febo estaba el dios Vulcano…/ y todo se cubrió de un sudor frío:/ quiso hablar, y aunque probó fue en vano/ que el dolor poseía el señorío del corazón/ y el corazón ligaba la lengua, y casi muerto y mudo estaba”. Desde luego, la pretensión de Velázquez no llega a la saña de esta descripción, porque el pintor nunca trató al ser humano ‑cualquiera que fuese‑ con desconsideración o desprecio.

[4] Personalmente, pude comprobar los trabajos y ambientación de una herrería, perteneciente a la familia de mi buen amigo Rafael Sánchez Montoro, y la reconozco en este magnífico cuadro de Velázquez, hasta tal punto que, cuando vi por vez primera el cuadro en el museo de El Prado, tuve la sensación de haber visto ya esa escena: los cuerpos sudorosos de los trabajadores, el yunque y el martillo golpeando el hierro incandescente, el fuego encendido de la fragua, en un ambiente de duro trabajo, en medio del calor asfixiante de los veranos andaluces, que se multiplicaba con el calor que desprendían los objetos enrojecidos por la labor del fuego.

[5] Sin duda, durante su estancia en Roma, Velázquez queda admirado de la escultura griega a través de las copias romanas que proliferaban en colecciones privadas y públicas, y no puede sustraerse de su influjo para dar un sentido mayestático a una escena cotidiana como la que presenciamos.

[6] Se ha discutido mucho sobre el paralelismo y similitud de “La fragua” con “La túnica de José”, pintadas ambas durante su estancia en Italia, considerando los dos cuadros como gemelos; aunque, si bien es verdad que la técnica es parecida, no así el tema que tratan: uno mitológico y otro referido a una historia bíblica. Aun así, el debate académico continúa. Visitemos El Prado y El Escorial y podremos formarnos una idea propia.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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