“Barcos de papel” – Capítulo 02 c

3.- Cuando los santos vuelan por los aires.

Las clases terminaban a las cinco de la tarde. Salíamos al patio, nos repartían un trozo de pan con una onza de chocolate, los mayores iban a los talleres y los demás hacíamos cuatro equipos para jugar al fútbol a lo ancho del patio. Marcábamos las porterías con las cazadoras y a los pequeños siempre nos tocaba jugar de porteros. Nadie se confundía de balón ni de compañeros. Las únicas trifulcas se organizaban cuando alguno chutaba por alto y el portero no paraba la pelota. Unos decían que había sido gol y otros que no: que había salido por encima de la portería. A los que no les gustaba el fútbol, como a Paco Zavalla, o no los elegían para ningún equipo como en ocasiones era mi caso, nos entreteníamos jugando a los cromos o a las canicas.

Con qué añoranza lo recuerdo. No disponíamos de dinero, y no me parece mal que fuera así: sufrir estrecheces, a estas edades, es muy útil para avivar la astucia y la imaginación. Los escasos fondos, que nos daban en casa, nos los guardaba el padre Velasco; y, cuando necesitábamos un lápiz, un cuaderno, o una plumilla para caligrafía, íbamos a su despacho, sacaba del armario lo que necesitábamos, y apuntaba el importe en una libretilla. Si algo sobraba, nos lo devolvía a final de curso. Los cromos, los sellos, las canicas, y hasta los gusanos de seda…, los conseguíamos mediante trueques comerciales, como decía, don José, que hacían los fenicios: cambiándolos por otras mercancías. La onza de chocolate de la merienda tenía gran valor para las compraventas. También cambiábamos pitos de caña que hacíamos con paciencia en los recreos; plumas, piedras, dibujos… A los cromos los llamábamos santos. Santos eran Gary Cooper, Kim Novak, Zarra y José Isbert. Con los santos se jugaba a cara o cruz; los lanzábamos hacia arriba: cara ganabas y cruz perdías. Era emocionante ver al santo dar vueltas por los aires, bajar pausadamente y caer como Dios quería, que es la forma más apropiada que tienen los santos de caer.

Hay detalles de la infancia que nunca se olvidan. Allí aprendí que la avaricia brota en el alma de los niños con más frecuencia de lo que pensamos. Nunca faltaba algún tacaño, como Paco Zavalla, que guardaba los santos nuevos y utilizaba los más arrugados para jugar. Al terminar la hora de patio, si había perdido, amenazaba con quejarse al padre Velasco o al hermano Gutiérrez. Había muchos así: mientras el viento soplaba a su favor todo iba bien; pero, cuando llegaban las duras, se echaban para atrás y amenazaban a los compañeros. No había otra solución que regalarles algunos cromos repetidos, para que no fueran al cura con las quejas, y nos cayera un rapapolvo.

Al padre Velasco le pasaba como a casi todas las buenas personas: era un sentimental que se conmovía por las lágrimas de los que no eran capaces de resolver los problemas por su cuenta. Nosotros comprábamos el silencio de los quejicas con algunos santos estropeados, para librarnos de la reprimenda; pero despreciábamos su victimismo y el proteccionismo del hermano Gutiérrez, que siempre se ponía de su parte. Hay niños buenos, como Pedro, “El Sultán”, que siempre están dispuestos a ayudar a los compañeros y niños egoístas e insolidarios, como Zavalla, que viven al amparo de la queja permanente. Les sucede como a los mayores, aunque en pequeñas dosis. Unamuno les llamaba elementos perturbadores del progreso y de la iniciativa libre: «Todo lo chafan, todo lo estropean; ellos son el origen del peor de los males económicos: la intervención del Estado y el proteccionismo».

 

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