Velázquez, filósofo de la pintura

Hubo un largo tiempo en que, seducido por la pintura de Velázquez, me lancé compulsivamente a la lectura de biografías y ensayos sobre su figura. Acaparaba libros, revistas, homenajes, conmemoraciones, artículos y estudios monográficos que llegaron a saturarme de información sobre el pintor. Sería exagerado, y quizá pretencioso, afirmar que estaba enfermo de “velazquitis”, como Stendhal al sentirse invadido con la belleza de Florencia, pero es cierto que una buena parte de mis lecturas y, desde luego, casi todas las que se relacionaban con el arte giraban alrededor del pintor sevillano como si fuese una rueda sin fin, dadas las innumerables publicaciones existentes y las que aparecían continuamente en el panorama científico y divulgativo.

Tal fue la pasión que trasmitía sobre la figura de Velázquez, que mis compañeros del Departamento de Geografía e Historia me regalaron, con motivo de mi jubilación, uno de los libros más bellos que se han escrito sobre Velázquez: “Velázquez. Pintor y cortesano”, de Jonathan Brown, posiblemente el mayor especialista actual.

Al fin, pude desprenderme de esa obsesión por conocer de primera mano las opiniones de críticos, historiadores, pintores, filósofos, ensayistas y divulgadores de la obra de Velázquez, un pintor no demasiado prolífico, pero sí demasiado perfecto; único, a mi parecer, en la creación de obras maestras. Según José Antonio Maravall, “el pintor de la modernidad” que se escapa de su espacio y de su tiempo.

Desde que estudiaba Historia del Arte en primer curso de comunes (por libre, con Pita Andrade, de profesor en la Universidad de Granada, más tarde director del Prado), hasta que en quinto de Filosofía y Letras completé los estudios de Arte con la asignatura de Arte moderno y contemporáneo (con Felipe Garín, como profesor en la Universidad de Valencia, padre de Felipe Garín, otro director del museo del Prado), la figura de Velázquez se me imponía con todo su vigor de expresión y trascendencia, más allá de su pintura portentosa. Las paredes del museo del Prado son testigo de mi ansiedad y admiración por la obra velazqueña. Mi última visita al museo, en noviembre del pasado año, hizo reencontrarme de nuevo con Velázquez, después de muchos años de relativo abandono, con la exposición de la familia de Felipe IV y con los ya eternos cuadros maravillosos que cuelgan en el museo, donde se exhibe el dios de dioses de la pintura. La inocencia y la belleza de la infanta Margarita y el retrato imponente de Inocencio X (troppo vero), añadido a la exposición, me encadenaron una vez más al “pintor de pintores”, según la opinión del gran Manet, padre del impresionismo.

Toda esa dedicación a la obra de Velázquez motivó una reflexión más profunda que la mera descripción de sus cuadros. Y me dediqué a escribir y a dar algunas charlas y conferencias sobre el sentido del hombre en Velázquez. Descubrí sus composiciones armoniosas; sus cromatismos matizados o brillantes (progresivamente más luminosos); sus espléndidos dibujos (académicos al principio, más sueltos después); sus famosos pentimenti (‘arrepentimientos’); la profundidad de sus espacios pictóricos, que parecen anunciar la tercera dimensión; la introspección de los personajes en los que nos descubre su esencia; el tratamiento de los distintos géneros (sus bodegones con figuras, son exquisitos); su dominio de la luz, de la atmósfera y hasta del aire (“Las hilanderas” y “Las meninas”).

Pero todas estas características excepcionales quedarían incompletas sin la idea de trascendencia que anima la mayoría de sus cuadros, aunque no una trascendencia religiosa a la que se apuntaba de manera oportunista Lafuente Ferrari (corría el año 1944, no hay que precisar más), sino una trascendencia filosófica, metafísica, en la que Velázquez, a través de sus cuadros, nos muestra la esencia de los seres humanos (un Velázquez enamorado del “hombre” ‑recordemos el cuadro de “Las lanzas”‑), los valores que encarnan (la verdad, la moral, la autenticidad, el poder, la personalidad, el carácter, la belleza, la inocencia…). Ya sé de mi divergencia con Ortega en este aspecto, como de mi coincidencia con Gaya Nuño; pero es mi idea de Velázquez: el sentido trascendente de su pintura. ¿Sería exagerado afirmar que Velázquez es un fotógrafo, o mejor aún, un radiólogo del alma humana?

Velázquez es, en mi opinión, el filósofo de la pintura, capaz de extraer la esencia de los seres humanos y de las cosas, como dice la metafísica. En él, Filosofía y Arte se funden en un todo armónico, como explica el filósofo de la estética, Eugenio Trías. Sus personajes, aunque ataviados según los modos de la época, trascienden el espacio y el tiempo para mostrarnos su esencia, su verdadera alma, su permanencia, variable en los matices, pero imperecedera, fuera del corsé espacio‑temporal.

Ese sentido metafísico, Velázquez lo aplica al ser humano, del que capta la médula de su personalidad más profunda; y todo ello, tratado con la mayor dignidad, con el respeto reverencial que se merece cualquier ser humano, más si éste posee alguna deficiencia, que no oculta, pero tampoco banaliza. Tan dignos son sus enanos y bufones como sus príncipes y reyes. ¡Es tanta la compasión que expresa en el “Niño de Vallecas”, que nos conmueve! Decía Jovellanos que Velázquez pintó hasta lo que no se ve, es decir, hasta lo que se ve con el espíritu y no con los ojos.

Si tuviésemos que comentar las obras maestras de Velázquez, tendríamos que hacerlo con casi todas, porque en muchas de ellas nos está presentando un arquetipo o un ser que nos conmueve o nos seduce. El arquetipo del poder en el “Conde duque de Olivares”; la inocencia, la gracia y la belleza infantil en la “Infanta Margarita” o en el “Príncipe Baltasar Carlos”; la dignidad en el “Pablillos de Valladolid”; la compasión en el “Niño de Vallecas”; la bondad, no tanto como el poder, en los retratos de “Felipe IV”; el carácter y la decisión en su “Inocencio X”; la arrogancia desafiante en su esclavo y discípulo “Juan de Pareja”; el ambiente laborioso en “La fragua de Vulcano”; la trágica belleza del “Cristo crucificado” (escuchemos en silencio a Unamuno); la generosidad del vencedor y la dignidad del vencido en “La rendición de Breda”; la recreación de un taller textil en “Las hilanderas” y, finalmente, como colofón, la puesta en escena de la familia real en “Las meninas”, un cuadro perfecto en el que sobran las palabras sobre la técnica, la atmósfera, el color o la armonía, que Lucca Giordiano, a través de Palomino, califica como «la teología de la pintura».

Por eso, llega a decir Ortega que Velázquez no se repite nunca: «cada cuadro suyo es un teorema pictórico», porque cada cuadro tiene su lectura y, la mayoría, su mensaje, que no es otro que el amor de Velázquez por el hombre, su sentido humanista que le aparta del idealismo clásico (de la filosofía platónica, aún imperante) para, desde la realidad que contempla, elevar a sus personajes a la categoría que merecen, por el mero hecho de pertenecer al género humano.

Concluyo reafirmándome en mi tesis sobre la trascendencia de la obra de Velázquez. Y se podrá argüir que todo genio artístico tiene una pretensión trascendente, al menos de pasar a la historia, y es verdad; sin embargo, quizás nadie, como Velázquez, lo consigue. Ortega dice que Velázquez tiene la pretensión de «eternizar el instante». Pero eso es, precisamente, la trascendencia. Para mí, Velázquez, a través de la pintura de lo instantáneo, se eleva sobre el mismo objeto, lo filtra en su inteligencia, lo racionaliza (cartesianamente, aunque solo en la forma) y lo hace trascender.

Como añadido final, diré que la marcha definitiva de Velázquez a la Corte (1623), siguiendo los consejos e influencias de su suegro, el pintor y humanista Francisco Pacheco, lo salvó del adocenamiento que hubiera supuesto su vinculación, casi en exclusiva, con la iglesia sevillana. Su pintura se hubiera anclado entre vírgenes, santos, frailes y algún que otro retrato para la nobleza local, como sucedió con Zurbarán, Alonso Cano, Murillo, Martínez Montañés, Pedro de Mena o Juan de Mesa…Y el arte hubiera perdido posiblemente al mejor pintor de la historia. El justamente denostado Felipe IV se resarció de su mal gobierno, protegiendo y estimulando el genio de Diego Velázquez, al que, sin duda, contribuyó a elevar a los altares del arte.

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NOTA: Todos los pintores que hemos tratado tienen varias obras maestras en su producción artística, pero en Velázquez… la mayoría lo son. Por ello, me voy a permitir el comentario de varios cuadros de distintas épocas, aunque sin incluir la más perfecta, “Las meninas”, por considerar que ha sido analizada exhaustivamente por críticos, pintores, historiadores y filósofos.

De igual manera procederé con Goya, cuyo nivel se acerca al sevillano, esperando que llegue el tercer grande, Pablo R. Picasso.

Bibliografía:

·         Jonathan Brown: “Velázquez. Pintor y cortesano”. Alianza Edit. 1999.

·         Domínguez Ortiz, A. Pérez Sánchez, J. Gállego: “Velázquez”. Minist. Cultura. 1990.

·         Fernando Marías: “Diego Velázquez”. Historia 16, 1993.

·         Jeannine Baticle: “Velázquez, peintre hidalgo”. Gallimard. 1989.

·         J. Ortega y Gasset: “Velázquez”. Espasa Calpe. 1970. “Papeles sobre Velázquez y Goya”. Alianza Edit. 1980.

·         Juan A. Gaya Nuño: “Velázquez”. Salvat. 1984.

·         Julián Gállego: “Velázquez”. Alianza Edit. 1984.

·         Norbert Wolf: “Velázquez». Taschent. 2007.

Cartagena, 8 de abril de 2014.

 

jafarevalo@gmail.com

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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