Lo pasan mal y hay que tenerles compasión. Me refiero a esos muchachos con aspecto “matrix”, las gafas negras y todo eso, pilotando sus coches tuneados teniendo que soportar en la ciudad y en la carretera a tipos como tú y como yo, que respetamos las aburridas normas de tráfico, tan innecesarias a veces, tan restrictivas, tan contrarias al espíritu deportivo de sus potentes vehículos.
Se les ve sufrir cuando tienen que detenerse, abruptamente y pisando la raya, en un paso de cebra ante una señora lentísima que no acaba de cruzar nunca. ¡Con qué ganas se desquitan de los instantes perdidos pisando el pedal con furia, cómo se les ve disfrutar del acelerón, qué sensación de poder!
¿Y esa tontería de la distancia de seguridad? La culpa la tienen esos coches lentos, a veces con demasiados años, tanto el conductor como el vehículo, que se atreven a pisar el carril izquierdo de la autovía: unos miedicas que no pasan de los ciento veinte ni aunque vayan solos por la carretera. El aguerrido deportista de las gafas negras se le echará encima, agobiará al impertinente usurpador del carril rápido con ráfagas de luces o incluso con el claxon, si no cede. Y, apenas ha expulsado al intruso, gloriosamente se dispara en la lejanía, dejando claro otra vez quién manda aquí.
Las calles son auténticos vía crucis para estos heroicos conductores que arriesgan su vida (y la que no es suya) en el noble empeño de enseñarnos con el ejemplo cómo deberíamos conducir todos, si no estuviéramos amuermados.
Los atascos, los peraltes, las rotondas, los semáforos, el carril bus… son torturas para estos héroes de la carretera que desafían la muerte. Ir callejeando a treinta con un motor de doscientos caballos debe ser algo insoportable; por eso se desquitan, y con razón, en cuanto llegan a una avenida despejada, por más restricciones que tenga.
Y no hablemos de las llamadas carreteras secundarias, sobre todo las de montaña. ¡Qué importa la visibilidad, cuando estamos haciendo deporte de riesgo! ¿Qué gracia tiene conducir seguro? ¿Acaso no es peor dormirse de aburrimiento?
Y es que, limitar la conducción deportiva a los circuitos es desperdiciar las enormes posibilidades de las vías ordinarias. Ahora bien, si usted quiere conducir según las normas pusilánimes en vigor, deje el coche y coja el autobús pero no estorbe estas proezas deportivas.
Además ¿es que somos borregos? ¿Es que vamos a estar al capricho de los de arriba, aquí noventa, aquí ciento diez, aquí cincuenta? La juventud ha de ser rebelde, caiga quien caiga; ha de cambiar las reglas y ahormarlas a su gusto, porque el futuro nos pertenece; y tener que soportar las leyes y normas actuales, por muy democráticas que sean, resulta indignante.
Y, junto al enorme placer de la velocidad, de la descarga de adrenalina y del peligro, está el gozoso sentimiento de superioridad que proporciona el apabullamiento del otro, su humillación pública a expensas del fittipaldi de turno.
Son fantásticos. ¡Qué sería de la carretera sin la emoción que, de forma desinteresada, nos aportan estos héroes desgraciadamente anónimos!
Además, fomentan el desarrollo económico. Gracias a ellos, se venden miles de detectores de radares y otros artilugios para evitar sanciones. Lástima que la incomprensión de las autoridades castigue, con multas, formas de conducir deportivas que deberían ser fomentadas. Pero qué puede esperarse de un Estado depredador, atento sólo a recaudar, recaudar y recaudar.
Las advertencias de ciertos organismos pacatos, sobre los riesgos de la velocidad inadecuada, sólo son nuevos estímulos que aumentan el mérito de los velocistas que es directamente proporcional a la potencia de su vehículo y, por tanto, al dinero desembolsado. Otro apabullamiento más sobre el pobrete del lento utilitario.
¡Cómo pararse a lamentar desgracias personales, cuando están en juego valores tan intocables como intrepidez, arrogancia y superioridad!
Pero dejemos ya la ironía.
Abolido el servicio militar, miles de jóvenes sin vocación deportiva ni laboral han encontrado, en la velocidad y el ruido, el tubo de escape para su agresividad. Han convertido el territorio ciudadano, la vía pública, en palestra donde exhibir su memez y su falta de todo, refugiados en el interior de un coche, cuya potencia suele ser inversamente proporcional a la del piloto. La generosidad que se le supone a la juventud, traducida en otros tiempos en heroísmos diversos, ligados al esfuerzo y a la entrega a un ideal, se limita ahora, para estos chulos de barrio, a presumir de caballaje. Algunos se atreven a filmar sus estúpidas hazañas como prueba de su hombría y las vierten en la página web, para que cunda el ejemplo.
El ejemplo consiste en proclamar que no hay por qué cumplir las leyes, excepto las que consagran sus propios privilegios. Y estamos hablando de niños bien, aburridos de tenerlo ya todo y con tan poco esfuerzo.
Los llamados años del boom, los de la Champions League ¿recuerdan? llenaron nuestras ciudades de estos jóvenes espléndidamente motorizados, que siempre provocaban la misma pregunta: ¿De dónde coño habrá sacado este imberbe los treinta mil euros que cuesta ese coche? Ahora sabemos la triste respuesta… y las Cajas de Ahorros también: el dinero lo sacaron de su propio futuro.
NOTA: Cuando mi abuela veía una mesa exageradamente surtida, exclamaba con tono guasón, que presagiaba la inevitable fugacidad de aquella abundancia: “días de mucho, vísperas de ná”.