Diario de un aficionado cinéfilo, 08a

Y ahora entramos en el mes de mayo (que además es mariano y de primeras comuniones…), mientras nuestros incondicionales promotores cinéfilos (Juan y Andrés) no cejan en el empeño de ofrecernos un cine de calidad, que por desgracia ya no se suele (ni se puede ver) en los cines comerciales; puesto que los gustos del público actual han derivado por otros derroteros más grandilocuentes, donde priman el color de los asuntos sensacionalistas y los sofisticados efectos especiales (muchos de ellos basados y conseguidos con el ordenador), que tratan de sorprender al alucinado espectador, atrapándolo en sus interesadas redes con múltiples y variados asuntos: la pura distracción, el sensacionalismo, el dinero, el poder, el atontamiento, la gloria…

El cine de Tati y otras comedias, va por otros derroteros, y ha sido el segundo ciclo de humor que, durante sus cinco jueves, nos ha proporcionado (nuevamente) ternura, comicidad y frescura en abundantes dosis…

Las vacaciones del señor Hulot, proyectada el día 2. Con esta película francesa (de 1953) he disfrutado unas vacaciones en blanco negro, muy tranquilas (como las que tenían los franceses, tras la segunda guerra mundial ‑exactamente, en 1952‑), en un hotel balneario de la costa bretona (Saint‑Marc‑sur‑Mer; en donde se ha erigido una estatua de bronce del señor Hulot mirando a la playa en el lugar de la filmación), adonde se reunían turistas de habla francesa, inglesa y alemana; (aunque todavía no había ese trasiego exagerado de veraneantes que vemos ‑hoy en día‑ en nuestra abarrotada costa mediterránea; y en la que se repiten muchos esquemas de este modo de vida vacacional), cuando el señor Hulot (Jacques Tati) llega a un pueblecito costero para tener una tranquila, pero a su vez ajetreada estancia, por su atípica personalidad y su dislocado comportamiento… Ya en su indumentaria y sus poses, da la impresión de que todo va a salir de manera diferente… Se van concatenando una serie de escenas en las que el cine mudo tiene gran impronta: las tomas; las imágenes; la escasez de diálogo; las coincidencias graciosas, aparentemente casuales y no mal intencionadas; el entrecruzamiento de personajes o situaciones que no hacen más que corroborar que estamos ante una cineasta de casta (el director y actor 

Jacques Tati), que imprime a esta película su lento desarrollo; sus característicos encuadres, tanto de los personajes como de la naturaleza marina y de la playa, para que el espectador, además de reír a carcajada batiente (como me ha pasado a mí), disfrute y rememore sus propias vacaciones en donde los tic humorísticos se repiten y adonde están representados los personajes más característicos de esta actividad estival, entre los que se encuentran: un comandante jubilado, autoritario y susceptible; un aburridísimo y locuaz idealista de izquierdas; un negociante que vive colgado del teléfono; una turista inglesa que sólo habla en inglés; unos camareros muy sufridos; la joven más guapa y rubia, asediada por moscones: la bella Martine (Nathalie Pascaud) que es la admiración de todos; etc. El señor Hulot trata con gran cariño y simpatía a los niños y a los animales domésticos. Son más bien unas vacaciones aparentemente aburridas (aunque no paran un momento, pues siempre hay alguna actividad, metedura de pata o excursión preparada); pero que, al final, todos van diciendo que han sido muy divertidas; e incluso (algunos) se dan la tarjeta de visita por si quisieran visitarse en un futuro… (Todo similar a cualquier período vacacional, en cualquier parte del mundo).

Es una comedia ambivalente, pues por un lado nos va demostrando que el personaje principal es un trasto en todo aquello que emprende, con la mejor voluntad del mundo; pero, por otro lado, tiene una corazón grande y un sentido de la amistad y el deber especiales; es, al fin y al cabo, un lobo solitario que acomete su propio periplo vacacional en su coche antiguo (que se cae a pedazos) y que va engarzando una serie de situaciones, tintadas de un humor apto para todos los públicos, donde hasta los niños, aunque se burlan de él, son los que mejor se lo pasan…

En definitiva: ironía, sarcasmo, sensibilidad y ternura a raudales; como cualquier excelente comedia de gente como Chaplin, Lloyd, Sennett o Keaton.

Uno, dos, tres (del director Billy Wilder); visionada el día 9. Aunque no pude asistir al Hospital de Santiago el anterior jueves (día 2), sí pude hacerlo éste. Con esta película estadounidense (de 1961) todos pasamos un rato muy divertido aun en blanco y negro, en español, y con subtítulos en inglés. Disfrutamos mucho con las peripecias y situaciones límites que el protagonista tiene que pasar para ingeniárselas de manera que todo acabe como se esperaba; riéndose mucho de la situación del Berlín de la posguerra, con el Muro de la Vergüenza de por medio; y en la que los americanos son los auténticos triunfadores en la guerra fría contra la URSS, con su Coca‑Cola (Pepsi‑Cola) como punta de lanza comercial y política… No podía ser menos. Es un film ‑como todos las de este calibre‑ que es mejor verlo y disfrutarlo varias veces, pues cada vez que lo visionas le vuelves a sacar un nuevo sentido, o le coges un nuevo matiz que en la anterior no te habías dado cuenta. Hay multitud de chistes o gags a los que es conveniente estar muy atento para enterarse bien de todo.

El guión, de Wilder y Diamond, está basado en la comedia del mismo nombre, del húngaro Ferenc Molnar. La acción tiene lugar en Berlín, en 1961: C. R. MacNamara (James Cagney), director en Berlín oriental de una firma internacional de refrescos, está casado con Phyllis (Arlene Francis). Un alto directivo de la empresa en Atlanta (EE UU) le encomienda el cuidado de su díscola hija Scarlett (Pamela Tiffin) durante sus vacaciones en la ciudad, donde conoce al joven comunista Otto Piffl (Horst Buchholz).

El film es una sátira política, social, familiar, del mundo de los negocios y de los estereotipos del comunismo y del capitalismo. Muestra el violento contraste que se da entre el idealismo del joven Piffl y el pragmatismo atroz de MacNamara. Los diálogos son rápidos, ocurrentes y animados; incluyendo juegos de palabras, gags verbales y visuales, situaciones hilarantes. Se basa en ocultaciones de identidad, confusiones de género, travestismo, referencias sarcásticas, servilismos interesados, desgracias ajenas, caídas, tropiezos, malentendidos, prisas, precipitaciones…

Son escenas memorables: la del salón del hotel; el uso del rock‑and‑roll como instrumento de tortura; el striptease de Ingeborg; el soborno del guardia en la plaza de Brandemburgo; cuando se meten cuatro en el sillón trasero del coche con una torre de sombreros que van perdiendo en cada curva… La música, de André Previn, es dinámica, rítmica y colorista. El trabajo de James Cagney es colosal, aunque fue un actor que sufrió (como John Wayne en personajes del oeste americano) el sambenito de creer que solo servía para papeles concretos como los de gánster.

Es una comedia trepidante, veloz y con un humor inteligente.

fsresa@gmail.com

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