Aunque quisieron curarme allí mismo, yo me negué alegando no tener con qué… Por eso, ante mi insistencia de que me llevasen a la Casa de Socorro, al fin acceden, pues la cantidad de sangre les asusta. Como el que salió en busca de un coche no llega, me llevan a la portería y me sientan en el recibidor. Allí, la sangre sigue fluyendo tan abundantemente que ‑según me contó, después, el propio novicio‑ trataron de asustarme, alegando que habían matado a tres o cuatro frailes. Lo que parecía verdad…
Insisto nuevamente en ir andando a la Casa de Socorro y, por fin, tengo la suerte de que salen dos voluntarios, con sus pistolas al cinto y sus distintivos de la Cruz Roja, que sacan de sus bolsillos y colocan en sus respectivos brazos. Me llevan a la calle. No sé si estos personajes eran ángeles o pistoleros; pero, para mí, oficiaron de ángeles custodios, pues me libraron de multitud de peligros…
Derramando gran cantidad de sangre, salí del convento, de tantos y tan gratos recuerdos para mí, en aquel triste día 20 de julio de 1936. Dejaba atrás mi santo noviciado, mi primera profesión y los largos años aspirando el ejemplo y las virtudes que nuestro extático y glorioso padre, San Juan de la Cruz, había dejado. No sabía si sobreviviría a tan graves y trágicos males. Al poco tiempo, anduve descalzo, pues perdí una sandalia por la resbaladiza sangre. Nada, comparado con las amenazas que pedían que me matasen, pues ya había vivido bastante.
Gran cantidad de hombres y mujeres nos rodeaban gritando contra mí, mientras los que me conducían impendían que se acercasen. No obstante, a unos cincuenta metros del convento, un hombre salió de la turba y me asestó una feroz puñalada en la espalda. Confieso que entonces perdí la serenidad y la paz y, volviéndome, le espeté por tres veces: «¡Y por la espalda!». Aquel “valiente” desapareció entre la multitud y nosotros seguimos caminando. Había tenido suerte, gracia o milagro, pues me dio en el hueso; si no, me atraviesa de parte a parte…
Úbeda, 13 de octubre de 2012.