13-03-2012.
Las cuentas del rosario
son escaleras
para subir al cielo
las almas buenas.
¡Viva María!
¡Viva el rosario!
¡Viva santo Domingo,
que lo ha fundado!
¿Cuántas veces habré cantado esa piadosa canción cuando, en mi niñez, asistía a la doctrina que todos los domingos se celebraba en la iglesia del Salvador, de mi pueblo? Después, cuando en la misma iglesia entré de seise y después de monaguillo, con más motivos la cantábamos los niños y las niñas que componíamos ese nutrido grupo catequístico. Yo, en aquel entonces, aprendía con soltura todas las canciones del género que fueran, sin saber ni comprender el significado de muchas frases.
Cuando, en el año 1931, Alfonso Xlll dejaba a España sin monarquía, se escuchaban por la calle cancioncillas alusivas al Rey, a la Reina y a los políticos de turno: Lerroux, Largo Caballero, Victoria Kent. En esos días, se respiraba un aire hostil, anticlerical; y se escuchaban, igualmente, groseras canciones alusivas a curas, frailes, monjas y a todo lo que olía a incienso o cera. Yo, que me movía en ese ambiente, escuchaba apesadumbrado y triste, cuando niños de mi misma edad las cantaban por las calles. Sin quererlas, las aprendía, aunque no las decía; y, como digo, mi corazón sentía un agudo pesar.
En mi casa, se rezaba el rosario muy a menudo; creo que todos los sábados. Cuando venía de la escuela por la tarde (en esas fechas, los sábados por la tarde había colegio; cuando no había era el jueves por la tarde), me encontraba a mi madre y a mis hermanas Mariana y María enfrascadas, terminando la arroba de capachos para llevarlos a la capachería de Ricardo Sola, pues éramos ocho para comer y vestir.
Mientras ellas con la liñada de esparto bajo el brazo , con sus dedos tejían punto a punto esa línea espiral de la que el capacho se componía, yo con mis dedos desgranaba cuentas y mis labios musitaban oraciones y plegarias de las que se componen el Santo Rosario; por último, la letanía, que aprendí en latín y así la decía. Después, cuando la leí en español y la comprendí, me he deleitado diciéndole a la Virgen ese ramillete de encendidos piropos que es la letanía.
Una vez rezado el rosario en familia, mientras ellas iban cerrando los capachos yo procedía a esquilarlos. Consistía en cortarles todas las puntas que, al cerrarlos, habían quedado, pues eran punzantes espinas. Cuántas veces con el conque de que yo tenía buena vista, les extraía profundas espinas de las yemas de los dedos que del esparto se les introducían, al tejerlo.
Hay gente no piadosa que ni el rosario, ni ninguna oración reza, porque dice que son cosas muy repetitivas y cansosas. Yo no estoy de acuerdo con esos pensamientos. La mayoría de los cristianos que practicamos ese piadoso rezo sabemos que las oraciones, que a diario musitamos con fe y limpiamente a nuestro Padre, a la Virgen nuestra Madre y a nuestros santos, tienen y alcanzan un eco en ellos; y el que las musita recibe cierta tranquilidad interna, espiritual, que inunda de felicidad su ser.
Muchos quisieran que sus peticiones (porque casi siempre que rezamos es para pedir algo) fueran atendidas materialmente y enseguida por el santo o la Virgen al que han sido encomendadas, sin fijarse en el momento y motivo en que han sido dirigidas. El rosario rezado con perseverancia y fervor creo que es la oración más eficaz, cuando nos dirigimos a nuestra Madre, en las más de cincuenta veces que le decimos «Santa María» y otras tantas «Dios te salve María». En esa perseverancia, nuestra Madre nos da a entender, al final, esa bella letanía que es un verdadero rosario de piropos que santo Domingo, en su amor a la Virgen, la ensalzó y el rosario fundó. Yo he querido cooperar en esa difusión del rosario fabricándolos artesanalmente:
Con los huesos de aceituna
que prodigan nuestros campos
son las cuentas que les he puesto
a mis queridos rosarios.
Una materia prima abundante y barata es esa aceituna que está en nuestra boca, de la que, después de saborear su carne y nutrirnos, expulsamos su hueso. Yo lo aprovecho y el mismo sirve, ya ensartado cuando pasa por tus dedos , para contabilizar esas “Ave María” que, unidas, hacen el rosario. Muchos ratos de mi ocio dedico a ese menester piadoso. A esos huesos les he dado un nombre: Huesitos de Jaén.
Los huesos, una vez secos, los raspo uno por uno y les hago un orificio que traspasa el hueso de parte a parte. Después, con fino alambre voy engarzando uno a otro y así veo mi pequeña obra, con perseverancia y trabajo, culminada. Los rosarios llevan unidas 59 cuentas. María es la medalla que los cierra o une en forma de triángulo, adonde va pendiendo la cruz. Para su rezo, sus misterios están divididos en tres grupos: gozosos, gloriosos y dolorosos. Lunes y jueves son gozosos; dolorosos, martes y viernes; gloriosos, domingos, miércoles y sábados.
Cuando cansado por el trabajo diario te metas en el lecho a recuperar fuerza y tu mente se tranquilice, después de haber ordenado todos los aconteceres del día, y el sueño se halle ausente de tus ojos, intenta rezar el rosario y casi seguro estoy de que no lo acabarás, pues el sueño habrá inundado tu ser; y, cuando despiertes al otro día, fortalecido y contento, el rosario lo encontrarás en algún pliegue de tu ropa interior de la cama.
De estos rosarios llevo confeccionados varios cientos. A mis familiares y amigos se los he regalado, juntamente con el libro que publiqué: Relatos y vivencias. Y a todo el que me favoreció con su módica compra, le regalé un rosario. Las bellas y piadosas mujeres que acompañan a la Virgen de las Angustias en la tarde del Viernes Santo, en su estación de penitencia, el rosario que van desgranando es de huesos y yo se lo he regalado. Cuando S. A. Real la Princesa Cristina de Borbón se casó, la obsequié con un rosario. Los esposos me dirigieron una carta de agradecimiento que a continuación reproduzco.
Como tengo mucha fe y afecto al rosario, no reparo en sacrificarme en artesanarlo para que así tenga más difusión entre los cristianos.
A continuación reproduzco un soneto, acorde con lo antes leído.
El altar de la Virgen se ilumina
y ante él, de hinojos, la devota gente
su plegaria deshoja lentamente
en la inefable calma vespertina.
Rítmica, mansa, la oración camina
con la dulce cadencia persistente
con que deshace el surtidor la fuente,
con que la brisa la hojarasca inclina.
Tú, que esta amable devoción supones
monótona y cansada, y no la rezas,
porque siempre repites iguales sones,
tú, no entiendes de amores y tristezas:
¿Qué pobre se cansó de pedir dones?
¿Qué enamorado de decir ternezas?
Enrique Menéndez y Pelayo (1861-1922).
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