Viaje al «Imperio del sol naciente», 11

14-03-2012.

El tren se llama Shinkansen, pero los japoneses lo nombran el «tren-obús». Los 513,6 km que separan Tokyo de Kyoto fueron recorridos en poco más de 2 horas. La velocidad se percibía en la vertiginosa fugacidad del paisaje a través de los vastos ventanales.

Los andenes están repartidos en sectores señalados mediante una especie de baldosas, con objeto de no admitir filas cuya anchura supere las cuatro personas. Como la cantidad de pasajeros suele ser ingente y buena parte de ellos son turistas, unos tres metros antes de acceder al tren hay un vallado que canaliza e impide el agolpamiento de viajeros. De manera que, cuando el tren se detiene, cada una de sus puertas coincide exactamente con la posición de las vallas.

Jamás habíamos viajado en un tren que se deslizaba tan suavemente y que no parecía desplazarse sino flotar sobre los raíles. Los vagones eran espaciosos y pulcros, y los asientos tan cómodos y confortables que unos minutos después me quedé profundamente dormido. Así que, sintiéndolo mucho, no puedo dar cuenta de cuando a lo lejos se divisó la más bella maravilla del Japón, el grandioso Fuji-Yama al que los japoneses veneran como a una divinidad.

Como tampoco pude ver los ‑según mamá e hija‑ fértiles y preciosos valles de la prefectura de Nagoya; en particular, cuando el «tren-obús» serpenteaba paralelamente al ancho río Mogami, el cual luego se lanza y derrumba enloquecidamente por gargantas espectaculares. «Me queda el viaje de vuelta –pensé‑ y entonces tendré la máquina de fotos bien dispuesta».

Cuando nos acercábamos a la estación de Kyoto, el crepúsculo extendía por el cielo un color aturquesado. Y, cuando salíamos de ella, pude observar que, en lo que a modernidad, grandeza y bullicio se refiere, la estación de Kyoto no tiene nada que envidiarle a la de Tokyo.

—Tomemos un taxi —dijo Anouschka con determinación—. Tenemos que instalarnos en el Ryokan Yuhara antes de que se nos haga demasiado tarde y yo no conozco el metro de Kyoto tan bien como el de Tokyo.

Renovado, hacía un par de años, el hotel Ryokan Yuhara presenta análogas características al Ryokan que tuvimos en Tokyo; pero, si cabe, es aún más amplio y confortable que éste. Está regentado por una viejita y su hijo de una treintena de años, el cual nos acogió con unos gestos de sumisión tan aparatosos que yo, al menos, me sentí muy incómodo. Decir que nos cambiáramos los zapatos por unas pantuflas, indicar que le confiáramos el equipaje mientras rellenábamos unos papeles y que luego lo siguiéramos hasta nuestras habitaciones, aquello no fue una simple transmisión de informaciones: fue todo un exclamar suplicante y quejumbroso que a mí me dejó perplejo.

—Vaya teatro —exclamé bajito y mirando a Anouschka—.

—No, papá —me respondió—. Es lo mismo que te dije con relación a las presentadoras de la tele. Es una cuestión cultural, no la manifestación de un sentir personal. Y, ahora, cámbiate rápido, que se está haciendo tarde para cenar.

—¿Tarde para cenar? Pero si Kyoto está plagada de templos y de restaurantes… —me dije, como pensando en voz alta, mientras colocaba la ropa en el armario—.

Diez minutos después, mamá e hija llamaban la puerta de mi habitación. Estaban guapísimas.

—¿Pero aún no te has cambiado?

Algo sin sentido debí balbucear a propósito de que no estaba tan mal vestido con jersey azul claro y vaqueros que hacían juego… El caso es que resolvieron que había que irse, porque la reserva estaba hecha para las siete y media y porque el taxi ya estaba esperándonos a la entrada del hotel.

—¿Otra comida sorpresa? —pensé—. ¿Pero no la hemos hecho ya a mediodía con Joji y su secretario?

Por el complicado diálogo que Anouscka tuvo con el taxista, deduje que el restaurante era algo especial. Unos veinte minutos después nos parábamos en los aledaños de un suburbio de Kyoto, con calles tan estrechas que el taxista no se atrevió a acceder. Sorprendidos, nos bajamos del automóvil.

—Según el taxista —nos dijo Anouschka—, el restaurante está en aquella callejuela, a unos cien metros.

Efectivamente, doblada una esquina, desembocamos en un callejón bastante mal alumbrado; a unos metros, un escuálido letrero pendiente de un poste de madera anunciaba: «La Masa. Restaurante español». Empujamos la puerta. Tras el pequeño vestíbulo e iluminadas por una débil lamparilla suspendida del techo, tres pizarras «de escuela» lucían con elegante caligrafía la lista de bebidas y el menú «especial de hoy» con sus indescifrables propuestas.

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