El vuelo de París traía un ligero retraso. Lo indicaba la pantalla de información. León consultó su reloj. Había llegado con tiempo suficiente. La puntualidad era una de sus virtudes. Tras la barrera que impedía pasar a las personas que aguardaban a los pasajeros, se removía un grupo de impacientes. León prefirió una discreta segunda fila. Aparecieron primero un tropel de chiquillos, unos cinco o seis, alborotadores, que traían muñecos en la mano. Venían, seguro, de Disneyland‑París. Alfonso tardó en aparecer. León lo notó torpe de movimientos, con los hombros caídos, arrastraba la maleta y en la mano izquierda le colgaba una bolsa pequeña de cuero. León alzó la mano con un gesto de saludo, para indicarle que estaba allí, aguardándolo, como habían hablado. Alfonso, ya frente a León, soltó en el suelo la maleta y la bolsa y dio un abrazo a su amigo.