El vuelo de París traía un ligero retraso. Lo indicaba la pantalla de información. León consultó su reloj. Había llegado con tiempo suficiente. La puntualidad era una de sus virtudes. Tras la barrera que impedía pasar a las personas que aguardaban a los pasajeros, se removía un grupo de impacientes. León prefirió una discreta segunda fila. Aparecieron primero un tropel de chiquillos, unos cinco o seis, alborotadores, que traían muñecos en la mano. Venían, seguro, de Disneyland‑París. Alfonso tardó en aparecer. León lo notó torpe de movimientos, con los hombros caídos, arrastraba la maleta y en la mano izquierda le colgaba una bolsa pequeña de cuero. León alzó la mano con un gesto de saludo, para indicarle que estaba allí, aguardándolo, como habían hablado. Alfonso, ya frente a León, soltó en el suelo la maleta y la bolsa y dio un abrazo a su amigo.
—Anda, vamos, iremos en taxi —le dijo León, dirigiéndose hacia la parada—. ¿Cansado?
—Un poco. La escala en París duró más de lo previsto.
León encontró a su amigo envejecido, a pesar de su rostro tostado por el sol y el aire de la montaña; pero no le pareció bien soltárselo de sopetón. Las bolsas de sus párpados eran más notables. Si León hubiera buscado una palabra para calificar el estado en que venía Alfonso, hubiera empleado la de «derrotado», pero guardó silencio.
Durante el trayecto, desde el aeropuerto al palacete de Nervión, los dos amigos apenas si hablaron.
—¿No has hecho ninguna conquista de las tuyas, una conquista exprés?
—En el vuelo de Zúrich—París tuve de compañera de viaje a una muchacha muy agradable.
—Ya decía yo… Por favor —indicó León al taxista—, entre por Luis Montoto y baje luego por Marqués del Nervión.
—La de La flauta mágica.
—Joder, contigo y tus conocimientos… ¡Ahí, ahí puede aparcar! —volvió a indicar León al taxista—.
Alfonso se quedó sin decirle a León que por primera vez, en aquel vuelo, con la conversación de la joven cantante, había sentido la extraña sensación de la necesidad de paternidad. No le hubiera importado nada en absoluto haber tenido una hija como aquella muchacha. Pero ya estaban a las puertas del palacete y el propio León estaba pagando al taxista.
Ya dentro del vestíbulo, Alfonso miró a su alrededor.
—Ya habrá tiempo —le dijo León—. No creo que nos vayamos a morir ninguno esta noche, ¿no?
—Anda, no seas pájaro de mal agüero. Bueno, toma las llaves que me dejaste.
Alfonso se volvió hacia su amigo. Su rostro tostado no podía disimular la gran tristeza que desprendían sus ojos. Tomó del brazo a León y lo retuvo.