Hace ya varios años que mantengo con él una agradable y frecuente correspondencia, gracias a la cual, disfruto de una íntima relación con este hombre de extraordinaria riqueza espiritual y personal. El padre Mendoza es un claro ejemplo de persona auténtica y especial de las que a uno le gustaría encontrarse por la vida con más frecuencia.
La última vez que lo vi fue en la nueva capilla del colegio, antes sala de juegos, junto a Chamorro, San Martín y algunos compañeros más. Durante la misa nos habló de su vida y nuestras vidas, del compromiso para con los demás, de generosidad, de ayuda, de integridad, de coherencia, de la necesidad de frecuentar los sacramentos y dar testimonio de nuestra fe.
No éramos muchos y pudimos situarnos junto a él, cerca del altar. Sus palabras, sencillas y profundas como siempre. Jesús pertenece a esa clase de hombres en quienes siempre se puede creer y confiar. Si hubo una persona en las Escuelas capaz de comprendernos y ayudarnos antes y ahora, fue él, sin duda.
Su padre, huérfano de padre y madre desde los trece años, con sobresaliente en todo y número uno en las oposiciones de Magisterio, conoció a su madre en la Escuela Normal. Ella había pensado, en muchas ocasiones, entregarse a la vida religiosa. Este huérfano brillante, atento y muy respetuoso, cambió el rumbo de su vida. Entre ellos surgió un amor muy profundo, un proyecto de amor en familia que impregnó también de íntimo amor a los niños de sus escuelas en Begíjar y Linares. Fruto de este matrimonio, nacieron siete hijos que, impresionados por la honda religiosidad de sus padres, al llegar a los diecisiete y dieciocho años, seis de ellos dieron el paso de la enseñanza, soñada como vocación y entrega, a la vida religiosa, como vocación, misión, testimonio y enseñanza. Jesús pasa por Comillas entre 1942 y 1944; por Salamanca, en 1947; y debía tener unos treinta y seis años cuando, en 1959, cambia Londres y sus estudios de Filosofía por un colegio en Úbeda, dedicado a ayudar a las clases más modestas de Andalucía.
El pasado día nueve de octubre, fiesta de San Dionisio, alrededor de las diez de la noche me llamó a casa para felicitarme. Estos detalles suyos de generosidad y afecto me dejan mudo y aturdido. A los pocos días, recibí una larga carta suya, en la que me contaba sus vacaciones de verano llenas de actividad, de reuniones, de charlas a la juventud, visitas a enfermos, conferencias, colaboraciones y vida espiritual.
En nuestra visita a Úbeda, un grupo de compañeros quisimos invitarle a comer. Aceptó encantado. Le sugerimos que fuera él quien eligiera el lugar y le pareció estupendo. El restaurante, propiedad de un antiguo alumno safista, era muy sencillo. Tomamos un menú, creo recordar, que costó unas ¡cuatrocientas cincuenta pesetas! No obstante, él comentaba a la salida lo bien que habíamos comido y qué buen muchacho era el dueño, de quien conocía vida y milagros. Cada anécdota de este hombre maravilloso es una lección de grandeza que hiela el alma.
Si no le hubiéramos conocido en su juventud, podríamos pensar que era un cura ingenuo, bondadoso, beatífico, simplista y alejado de toda realidad. No es eso, ni mucho menos. Jesús es un portento de inteligencia y un hombre de una capacidad de trabajo extraordinaria. Un hombre que durante toda su vida ha sabido buscar a Cristo en las calles, entre los enfermos, en las entrañas de una mina, entre los libros, en centros de acogida para madres solteras, en las aulas, entre los más pobres de la Tierra o en el selecto círculo de empresarios de Acción Social Patronal, porque Dios está en todas partes. Y en todas partes ha asombrado por su estilo, por su ejemplo, por su sencillez, por su honradez, por su integridad y por su altura.
En un tiempo en que la tentación era marchar al suburbio, a las chabolas, al submundo de las tablas, del cartón y la uralita, supo permanecer entre los pobres, sin necesidad de recurrir al aspaviento, al alboroto, al «¡No nos moverán!» o al «¡Cierra la muralla!». Con su presencia, su ayuda, sus oraciones, siempre ha sabido estar al alcance de los necesitados, en silencio, sin protagonismos, sin buscar el aplauso ni las alabanzas. Siempre se ha ganado el afecto, el respeto y la consideración de los que le hemos conocido, sin hacerse notar, sin reclamar nuestra atención, con sencillez y naturalidad, formando parte de nosotros, viviendo en nuestras almas como el rumor del mar habita en la espuma y en las olas.
Debíamos tener unos catorce o quince años cuando, en una de aquellas inolvidables tardes del mes de mayo, nos hablaba de la soledad de María. En la Anunciación, el ángel había dicho:
«Yo te saludo, llena eres de gracia, el Señor te ha elegido, bendita entre todas las mujeres de la Tierra. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande; se le llamará Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David su padre; reinará en la casa de Jacob y su reino no tendrá fin.
Treinta años después, veía a su hijo trabajar y sudar encorvado sobre el banco del taller junto a José, el Carpintero, que casi era un anciano. Ella, que también acusaba en su rostro el paso del tiempo, iba a la fuente, hacía la comida, bajaba al río a lavar y, a la caída de la tarde, cerraba la puerta de la casa y se sentaba junto al fuego para coser, una vez más, las toscas y ásperas ropas de aquellos dos hombres. Entonces, recordaba sus años de juventud y la dicha infinita que sintió al escuchar las palabras del ángel. Pero habían pasado treinta años, y ¿dónde estaba el trono de David? ¿Dónde, el reino de su hijo? ¿Dónde, la grandeza de aquel muchacho? ¿Vivía ella como una elegida de Dios? María nunca faltó a su palabra: Yo soy la esclava del Señor. No perdió la fe. Jamás dudó».
Cuántas veces he recordado aquellas reflexiones del mes de mayo. Qué fácil es justificar el abandono. Qué sencillo, disculpar nuestras miserias. Qué cómodo, razonar la deslealtad. Qué lógico, cambiar de bando. Qué difícil, ser honesto. Qué duro, ser leal. Qué peligroso, ser sincero.