Toda guerra no es otra cosa que un escape de las fuerzas soterradas que algunos hombres albergan en su corazón y arrastran, en su salida, las fuerzas de otros hombres más débiles, embaucándolos con la promesa de la gloria o el establecimiento de un nuevo orden.
No creas, pues, en las altas razones de estado, ni en el honor de un pueblo, ni en el deseo de libertad de una clase oprimida, cuando se trata de justificar las guerras. En ellas no existe otra cosa que la demostración externa del poder y la búsqueda de un imperio económico. El deseo de poder es como un insaciable animal que corroe las entrañas húmedas del que lo ambiciona. Buscará mil excusas, motivaciones varias, apoyaturas del derecho y la razón, reconocimiento en las divinidades o cualquier otra arrogancia que induzcan a sus seguidores a creerlo sacralizado. Cuando se santifica de ese modo el poder, el ciudadano se anula, pierde su identidad, cae en el engaño y acepta una complicidad no siempre bien entendida. Yo así lo entendí por aquellos días, pese a mi juventud.