Toda guerra no es otra cosa que un escape de las fuerzas soterradas que algunos hombres albergan en su corazón y arrastran, en su salida, las fuerzas de otros hombres más débiles, embaucándolos con la promesa de la gloria o el establecimiento de un nuevo orden.
No creas, pues, en las altas razones de estado, ni en el honor de un pueblo, ni en el deseo de libertad de una clase oprimida, cuando se trata de justificar las guerras. En ellas no existe otra cosa que la demostración externa del poder y la búsqueda de un imperio económico. El deseo de poder es como un insaciable animal que corroe las entrañas húmedas del que lo ambiciona. Buscará mil excusas, motivaciones varias, apoyaturas del derecho y la razón, reconocimiento en las divinidades o cualquier otra arrogancia que induzcan a sus seguidores a creerlo sacralizado. Cuando se santifica de ese modo el poder, el ciudadano se anula, pierde su identidad, cae en el engaño y acepta una complicidad no siempre bien entendida. Yo así lo entendí por aquellos días, pese a mi juventud.
El príncipe legítimo de Sais levantó a su pueblo contra el opresor asirio y la causa parecía justa y digna de que otros nobles fieles lo apoyaran; y, sin embargo, tuvo que acudir a ejércitos mercenarios, a soldados ajenos a las motivaciones de uno y otro bando y que se ganaban la paga más arriesgadamente que el comerciante de aceite y jabones o el maestro de párvulos, por causas que no eran suyas y junto a compañeros de muy distinta condición.
Matar resulta, en muchas ocasiones, un oficio lícito, cuando el hombre se ve revestido de coraza y escudo y se apoya en el raciocinio y en el deber sagrado de las leyes de la guerra. Muy despreciable me ha parecido siempre esta sacralización de la muerte. Las armas conceden, a los que las utilizan con ese fin, la inmunidad de sus crímenes y, llegado el caso, son incitadores, saludados como héroes invictos o salvadores de la patria.
Contarte lo que sucedió en aquellos días no sería otra cosa que enumerar desastres: oleadas de asirios con el pecho cruzado de correajes de metal y cuero, las piernas desnudas y las espadas ligeras en sus manos, la cabeza cubierta con gorros de piel, desatando su furia, acompañándose de gritos estertóreos en su lengua de bárbaros, sobre nuestros escudos, buscando nuestro pecho con la ansiedad de un perverso amante abandonado; arqueros apostados en los montículos de arena, en desigual proporción y orden, lanzando sus flechas hacia el cielo, estudiando la curva de caída sobre nuestros hombros, únicos resquicios vulnerables que ofrecían nuestras armaduras; las nubes de moscas que se agolpaban en las llagas de los caballos abatidos, hasta dejarlos cubiertos de un luto repugnante; los vendavales de arena que levantaban los carros lanzados tras la avalancha de la embestida de los infantes; el lento caminar de nuestras tropas de a pie, como un inmenso insecto oscuro y metálico que sería devorado sin piedad por las devastadoras filas de sus carros; la angustia del que ha visto al compañero con el cuello atravesado, sin poder detenerle la hemorragia; la impunidad del sol, acuciando de igual modo a los dos bandos; el frescor de la noche, con su falso silencio de puta recompensada; las serpientes que acuden al olor de la sangre, igual que las rapaces del cielo ingrato; los atronadores relámpagos de los timbales, con que se acompaña el enemigo para infundir valor a sus soldados y sobrecoger el ánimo del adversario; la sed, que hace abrir un cráter en la garganta, hasta hacerte escupir sangre; los poetas advenedizos que escriben en sus confortables tiendas las hazañas de inexistentes héroes; los jefes de las falanges, reunidos en conciliábulo para estudiar las estrategias; los soldados que fueron arrebatados por la locura y gritaban sus miserias con la impudicia de los niños aterrados; los que creen encontrar en el vino el valor que se les escapa y que necesitan para seguir en pie; aquellos que hieren con furor de fiera acorralada y los que se ensañan aún más allá de la muerte misma; los que ofrecen un resquicio al enemigo para que acierte de una vez con su dardo y les libere definitivamente de la incertidumbre de la muerte; las tormentas de fuego de las saetas incendiarias, surcando los cielos; los himnos que los guerreros cantan en sus lenguas como conjuro; los guerreros veteranos atosigados por la asfixia que les ocasiona la lucha desproporcionada, y los jóvenes atormentados por el clamor desconocido.
Comprendí que aquella guerra no me pertenecía y que la locura de los hombres era cada vez más alarmante. No quería pensar que, para mí, el mundo no tuviera ya más dimensión que aquel espacio donde la muerte se enseñoreaba y lucía sus despojos como galardón preciado, o significara sólo el esfuerzo de Zeus por colgar la tierra de una cadena de oro desde el monte Olimpo, y que ambos pensamientos no fueran sino un juego de niño enfermizo en la terraza de su aposento, ante la mirada atenta de su preceptor.
Aquella desproporción de fuerzas me pareció semejante al empeño vano de las danaides por llenar de agua un barril agujereado. Puedo decirte, sin pudor alguno, que sufrí alucinaciones, producto, sin duda, del sol implacable y del miedo. Perdí la noción de mi propia existencia. En pleno combate, veía aparecer espantosos pájaros de pico de metal que nos arrebataban los cascos y nos agujereaban el cráneo, llevándose entre sus garras nuestros sesos para alimentar a los caballos asirios. Por las noches, creí ver llegar manadas de reptiles gigantes, como los que aparecen en las leyendas de las tribus de más allá del Indo, que se enroscaban en nuestros tobillos hasta quebrarlos como caña de trigo, o tronchaban nuestros brazos como tallos en flor. Extraño me era todo, aunque terriblemente hermoso por la belleza que imprime la proximidad de la muerte.
El juego adolescente de Efialtes y sus danzas, en nada se parecían a aquella lucha en el campo abierto, en la que legiones de hombres, sin entenderse entre sí, se esforzaban por destruirse. Te digo que las enseñanzas de mi maestro de armas fueron parva de cereal que el viento esparce. Porque lo más urgente no debió ser dar al cuerpo el entrenamiento para la lucha, sino endurecer el espíritu para producir la muerte o contemplarla fríamente en el rostro y no inmutarse ante ella.
Crueles fueron los combates; sin duda alguna del agrado de los dioses. Algunos soldados prefirieron el suicidio, fingiendo ser heridos por armas enemigas para huir al fin de aquella calcinada llanura, pues para el guerrero que sólo posee su escudo, su lanza, su espada y su armadura, la vida rebosa males y la muerte proporciona el consuelo definitivo a los desheredados.