Firme en su puesto. Don Isaac Melgosa, 3

13-01-2011.
Habían pasado dos o tres cursos. Era primavera en el campo andaluz y en nuestro corazón de doce o trece años. A las tres de la tarde ‑¡vaya hora!‑, daba comienzo la clase de Francés. Después de rezar el Ave María, Je vous salue Marie… naturelment en français, nos poníamos en corro o en fila. Los primeros ‑Serrano, Ruiz Roa, Valenzuela, Antonio Montes, Del Río, Valcárcel‑ muy próximos, encima casi de la mesa del profesor. Los demás, de espaldas a la fila de ventanas que daba al patio de los pequeños. Uno tras otro, en rigurosa procesión, adaptándonos al ángulo recto de la pared, como el agua al recipiente, descansábamos en ella nuestra pereza de adolescentes. De forma premonitoria, el farolillo rojo venía a caer junto a la puerta de la clase.

El profesor preguntaba a los primeros y, en caso de duda o ignorancia, señalaba con el dedo a los siguientes, de forma muy rápida, hasta que algún “iluminado” recordaba la palabra correcta o su significado; entonces, este avanzaba hasta el puesto anterior al del alumno al cual se había formulado la pregunta en primer lugar, situándose, en definitiva, más cerca de la cabeza de la fila. Todos permanecíamos muy atentos, porque en cualquier momento podía lanzarnos una pregunta. Aquel sistema no podía ser más divertido. Nos mantenía en tensión y, aunque estuviéramos a mitad de la fila, cabía la posibilidad de terminar la clase en los primeros lugares, si habíamos estudiado a fondo los temas de aquel día.
La clase de Francés era una de mis favoritas y mis calificaciones así lo manifestaban. Permanecía en un hábitat natural que podríamos calificar de “zona templada”. En ella vivía con cierta comodidad y sin demasiado esfuerzo, seguro de que al final, como mínimo obtendría un notable. Estaba muy bien. ¿Para qué más?
Tal vez esta actitud conformista y de escasa motivación molestó a don Isaac. Quizás me vio distraído, enredando, demasiado seguro de mí mismo, o simplemente poco atento, porque en un instante, sin previo aviso de cortesía, desplegó sobre mí un ataque fulgurante que me llevó a los puestos finales de la fila, los que llevan a la “promoción y al descenso directo”.
Perdí el control, me olvidé de dónde estaba y quién era el profesor. En un ataque de rabia, tiré el libro al suelo y me puse a llorar. Seguidamente, abandoné la fila e hice intención de ir a sentarme a mi pupitre. ¡Fatal!
Aquella tarde me jugué mucho más de lo que pueda imaginar alguien ajeno a las normas y sanciones que regían nuestra vida de internos en aquel tiempo. Don Isaac me llamó. Avancé hacia él, todavía muy enfadado y con la cabeza baja. Allí mismo, sin proferir palabra y muy molesto conmigo, me “explicó”, sin escatimar esfuerzos, las dos mayores y sonoras “lecciones”, una en cada lado de la cara, que jamás me han dado en mi vida.
—¡Sal de clase y espérame fuera! —dijo con sequedad y evidente mal humor—.
Mi desconsuelo era total, mi llanto exuberante. Salí. Seguía llorando. Los compañeros de otros cursos que se dirigían a otras clases, o las habían terminado, al verme llorar de aquella forma, me preguntaban:
—¿Qué te pasa?
—Ha sido don Isaac —contestaba yo—.
Y es que don Isaac, a veces, podía ser injusto y de hecho creo que alguna vez se equivocó y fue injusto. Eso es verdad; si no lo fuera, no hablaríamos de un hombre. Pero también es verdad que su capacidad de trabajo y de entrega no tenían límites. Su extraordinaria dimensión intelectual asombró y maravilló a todas las generaciones que tuvimos la suerte y el honor de ser alumnos suyos. Su ingenio, su fina ironía, su capacidad de razonamiento, su profundidad y, en definitiva, sus extraordinarias dotes como profesor fueron y siguen siendo ejemplares y pauta de conducta para todos nosotros. Al mismo tiempo, su recta obediencia, su lealtad a la Dirección de las Escuelas, su absoluta honradez y disponibilidad, así como su afecto y pasión hacia nosotros, constituyen un modelo irrepetible tanto en su perfil humano, como en el de educador ejemplar.
Terminó la clase. El profesor era siempre el primero en salir.
—Vamos a mi despacho.
Tras él, cabizbajo y limpiándome los últimos gimoteos de los ojos, le seguía a poca distancia, bajo la mirada expectante y compasiva de los compañeros con los que nos cruzábamos en la explanada de entrada al colegio. Ellos presagiaban “la tragedia” inminente. Desde el patio de columnas y por las escaleras de la izquierda, subimos hasta su despacho. Yo caminaba siempre detrás, silencioso y afligido. A veces, se me escapaba algún suspiro, de tardío arrepentimiento, en demanda muda y secreta de perdón.
Abrió la puerta.
—Siéntate —ordenó—.
Yo cada vez sentía más miedo y adivinaba la situación más tormentosa. Entonces, con un tono afectuoso y cordial me dijo:
—A partir de ahora tú decidirás cuál ha de ser mi actitud para contigo. Si quieres, no volveré a preguntarte, a examinarte, a preocuparme, ni a prestarte mi atención. Al final de curso, tendrás la calificación que merezca tu examen final. Aunque, si lo prefieres, seguiré preguntándote y, a veces, lo pasarás mal y quizás sufras; pero así te formarás e irás madurando, creciendo y siendo cada vez mejor. Tú eliges.
Ahora sí que no podía hablar ni contener las lágrimas. Con ellas, le agradecí desde lo más hondo aquella soberbia lección. Inmediatamente, comprendió que mi actitud y mi sentimiento eran sinceros. Me tendió la mano, se la estreché con absoluta y total gratitud. A continuación, me despidió muy serio, pero amable y paternal. Pocas veces me he sentido más feliz que aquella tarde.
Anécdotas como esta consiguieron que nuestra relación personal se hiciera más humana y entrañable cada día.
No lo recuerdo triste. No obstante, desde la perspectiva de nuestros muchos años y ya larga experiencia de vida, creo sinceramente que fue, sin duda, el profesor más solo y con más necesidad de afecto de cuantos tuvimos en nuestros años de internado. Como persona de excepcionales cualidades humanas e intelectuales y a pesar de ser un instrumento valiosísimo para las Escuelas, no estoy seguro de que tras los primeros tiempos, en los que tuvo toda la consideración que merecía, fuera excesivamente comprendido por las personas que en el transcurso de los años dirigieron la Institución.

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